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Los dolores que ‘secan’ al río Cauca

viernes, 15 de enero de 2016
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Yendo en contra de la corriente y recorriéndolo desde que deja el departamento del Valle, en dirección a sus orígenes, o partiendo de lo que se supone son todos los muelles donde se le estanca la muerte, en dirección a donde comienza la vida, tal vez sea posible evitar las repeticiones en su historia. Pero con la sequía que también le cae desde hace meses y las predicciones de este Fenómeno del Niño que amenaza estirarse hasta marzo, los únicos cambios que aparecen en el camino es que, acaso, ahora todo es peor. 

A las 10:00 de la mañana de este miércoles la voz del comandante de Bomberos de Risaralda crujió en un mensaje de radio replicado a todas las estaciones de la zona: a partir de aquel instante la alarma de cada municipio debía empezar a sonar dos veces al día, como un recordatorio adicional para la gente: “… que sientan nuestra presencia, que estamos pendientes y que en estos días deben tener mucho cuidado, que recuerden que una quema puede arrasar toda una finca…” 

En la estación de La Virginia, Risaralda, el bombero Jesús Guillermo Villamil tomaba nota con el fervor de un creyente que había escuchado la voz divina. Los días a los que refería la voz del radio, “estos días”, pertenecen a la sequía más seca de la que tengan memoria sus diez años apagando incendios, así que ninguna recomendación va a estar de sobra; ni siquiera la estridencia que en un pueblo tranquilo resulta la alarma de los bomberos sonando a dos tiempos. En el río Cauca, el segundo en importancia de Colombia, Villamil hace poco llegó a ver tramos que se podían atravesar caminando. “Hay sitios que prácticamente a uno le da tristeza ver esas playas de arena”. El pasado 31 de diciembre, allí en La Virginia, el Cauca descendió al nivel más bajo del que se tenga registro en el Cuerpo de Bomberos: 14 centímetros. Diez centímetros más profunda, es una botella de agua. 

La medida se explica mejor en el tamaño de los apuros que ese descenso ha ido provocando a lo largo del río que cruza en dos este departamento de planicies bautizado en su honor: Valle del Cauca. Los bomberos de La Virginia, primer municipio risaraldénse por donde pasa el afluente después de dejar la región, tuvieron muchos problemas cuando el pasado 30 de diciembre dos muchachos terminaron ahogándose frente al puente de Anacaro, en Cartago, y la lancha en que emprendieron la búsqueda de los cuerpos encalló cuatro veces. 

Pero ha llovido por estos días. Ha llovido arriba, en el departamento del Cauca, donde la máquina del agua empieza a funcionar, y los aguaceros cambian todo el panorama. En consecuencia, al dejar el Valle, el río sigue viéndose bello con la corriente subiendo. Pero es una belleza que se sabe en decadencia porque lo que ahora alegra la vista solo es un pálido reflejo de lo que fue, mucho antes de que el departamento engordara de gente y el río terminara siendo el desagüe favorito de muchos de los 19 municipios que atraviesa de sur a norte. Solo entre Cali y Yumbo, el afluente es el vertedero de unas 600 empresas. Y ahora es este Niño-Fenómeno, empecinado en llevarse lo que sobrevivía a la contaminación. 

En los tres últimos días, dice el arenero John Jairo Arboleda, el río ha subido dos o tres cuartas, que su sabiduría traduce en unos 50 centímetros. Es por esa razón que el pasado miércoles, a la altura de Puente Nuevo, en La Virginia, se repetía como si nada el paisaje de siempre, con hombres a la orilla escarbando el fondo para sacar arena. Pero ya nada es como parece, dice Arboleda, y desde hace un tiempo no solo basta con sumergirse y estirar la mano para cargar un balde, sino que ahora, para poder ir al fondo, los areneros se las arreglan con unos rudimentarios escalones que fabrican clavando topes de caucho sobre maderos de al menos cinco metros de largo. “Todo ha cambiado...”, comentaba el hombre con resignación el pasado miércoles a la una de la tarde, cuando su lancha arenera, de 15 metros de largo y desprovista de un bautizo, avanzaba en contra de la corriente y de un sol que parecían dos. 

Cinco o seis veces al año, contaba el arenero al empezar a profundizar en esos cambios del río, baja una mancha maloliente que llaman ‘agua-mala’, aunque nadie a ciencia cierta sepa bien qué es. La manera de explicar sus efectos, en todo caso, es muy simple para Didier Torres, el lanchero y socio de Arboleda, que imitaba con su boca el desespero de un pez que no encontró oxígeno en el agua y sacó la cabeza para tratar de morder el aire. “Es algo que les quema las branquias”, cuenta él, casi convencido de que esa mancha indescifrable está compuesta por químicos vertidos por ingenios e industrias. Hasta hace ocho años, los cálculos hablaban de más de 500 toneladas de desechos cayendo cada día sobre el recorrido que a través de siete departamentos hace el Cauca, desde su nacimiento en La Laguna del Buey, en el Macizo Colombiano, hasta su desembocadura en el Magdalena, arriba en Bolívar. 

A la orilla del río, en un recodo de la corriente conocido como El remolino del Jaibaná, Jorge Rendón, de 67 años y pescador desde hace 50, contaba que una vez estuvo acampando en ese mismo lugar a la espera de los barbudos, bagres, cachamas, mojarras, tilapias y viringas, que antes se cogían con solo lanzar el anzuelo, y durante dos días lo único que vio bajar fue peces muertos. Algunos hasta de ocho libras, dijo, tratando de dibujar con los brazos estirados el tamaño de la mortandad. Poco más adelante, empujada por la corriente para ahorrar gasolina, una lancha bajó con el botín de la jornada exhibido en el techo, como una triste ratificación de lo contado por el pescador: una poltrona amarilla. Esa, quizás, haya sido la mejor pesca del día cuando lo sequen al sol y puedan cambiarla por cualquier peso. Antes de las dos de la tarde, la voz de Claudia de Colombia cantando Natalie y saliendo por el parlante del transistor Krömbi que también viajaba en la lancha de los areneros, era la única nota alegre en el río. 

Yendo hacia arriba, en busca de sus orígenes, popco cambia. En Cartago, detrás del aeropuerto y abriéndose camino entre un mar de cañaduzales, está el corregimiento Cauca, seguramente nombrado de esa manera en homenaje al río sobre el que creció recostado. Pero ahora aquello es más bien una ironía. María Leonor Bedoya, de la Fundación Hydra 2000, dice que ese es uno de los puntos más afectados por la contaminación en el norte de la región: al igual que en otros lugares incontables, el río es el desagüe del pueblo. El otro miércoles, por ejemplo, la orilla del Cauca, en el Cauca, era un puerto de la tristeza. En un barrial extendido por casi un kilómetro estaba abierto un playón que la dureza del sol había dejado casi blanco. Sobre el barro, huellas del agua evaporada, moldes ásperos del vacío. Y sobre eso, bolsas plásticas ondeando al viento en hilachas porque el contenido ya estaba en el río; también dos calcetines de flores púrpura, una camisa de overol caqui talla M, un plato desportillado, pañales desechables y un zapato negro izquierdo con la suela derritiéndose bajo la canícula. Y en lo que parecía ser un embarcadero, un bote de madera rojo descacarado, lleno de unos caracoles diminutos ´que murieron alrededor de un enredo de hilos que en otra vida debió funcionar como una trampa para peces. Lo único con vida ahí, de hecho, era un enjambre de moscas que revolteba sobre todo eso. El dueño del bote, Luis Carlos Clavijo, de 76 años, contaría más tarde que lleva cinco semanas sin poder sacar un solo pescado del Cauca. Los problemas, más o menos iguales y casi siempre peores, siguen por todo el camino: el déficit forestal del río en el departamento del Valle es de 260.453 hectáreas, según la Corporación Autónoma Regional del Valle, CVC. 

Más adelante, Cali, resulta una de sus peores estaciones. Allí el Cauca no solo debe lidiar con los vertimientos industriales sino con la descarga de los seis ríos que cruzan la ciudad. Ese lastre tan pesado de sedimentación, es la explicación técnica que en la CVC dan para la turbiedad que lo llena siempre del mismo color revuelto y marrón, además, de la carga contaminante que se le come el oxígeno. Sumado a todo, está el interminable lío de las construcciones que han ido creciendo sobre los 17 kilómetros del dique que protege a la ciudad de un desbordamiento del Cauca. Hasta el año pasado, la Alcaldía había contado allí 54 negocios de toda índole: desde peluquerías, hasta marraneras. Para el comienzo del 2015, ese dique era el hogar de cuarenta mil personas. 

William Ocampo, ingeniero químico con un doctorado en Ciencias Ambientales y director de la facultad de Ingeniería de la Universidad Javeriana de Cali, dice que el problema del Cauca a su paso por la capital del departamento es muy grave porque los niveles de micro-contaminantes se desconocen. “No hay un sistema de control que permita hacer monitoreo rutinario. Estos micro-contaminantes se deben medir tanto en el agua, como en los sedimentos y en los peces, para saber si pueden llegar a afectar a los humanos. Desconocemos la presencia de mercurio en peces del Cauca. Existen personas que consumen estos peces y sabemos que hay emisiones de mercurio provenientes de la minería ilegal que impactan los ríos. Por tanto, se trata de un problema de salud pública”. 

“Nosotros hicimos un estudio para evaluar los riesgos, en particular de los potenciales de cáncer por la presencia de Hidrocarburos Poliaromáticos (PAHs). Estos provienen de las quemas no controladas, del manejo irresponsable de los aceites tanto de vehículos como de frituras en casas y restaurantes. Los resultados se publicaron recientemente en una revista científica de Alto Impacto en la comunidad científica internacional (The Science of the Total environment), e indicaron que los niños que se bañan en el río y las personas que trabajan en extracción artesanal de arena están muy expuestos. Afortunadamente los niveles no son alarmantes como sí ocurre con los ríos de China. Pero en el largo plazo este problema se puede agravar”. 

Finalizando esta semana, la lluvia, efectivamente, había cambiado el panorama del río también en el departamento del Cauca, donde queda su nacimiento, en cercanías del cielo y del volcán Puracé. Detrás de la represa de La Salvajina, en el municipio minero de Suárez, los bancos de arena que el lanchero Luis Carlos Ambuila llegó a ver a finales del pasado diciembre, hoy solo son recuerdo. Desde Santa Bárbara, un caserío que no aparece en los mapas, ahora otra vez salen botes que pueden llegar hasta la bocana que lleva el Cauca hasta el embalse que regula el agua del río para surtir al 75 % de los caleños; y entonces, como antes y como siempre, llegan a verse montañas sembradas de los otros líos que lo recorren a lado y lado en larguísimos tramos: plantaciones de coca y marihuana. Parte del proceso químico de la fabricación de la droga, realizado en laboratorios y cocinas que quedan camufladas en esas mismas lomas, termina escurriéndose hasta el río, que este jueves seguía viéndose como siempre: tristemente café, como si estuviera lleno de llanto de las montañas. 

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