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La libertad se establece, de cierta manera, en la posibilidad de hacer lo que se ama, no como un capricho, ni como lujo, sino como ruta legítima de vida.
En un mundo tan saturado como el de hoy, la sola idea de seguir una vocación parece ingenua; muchos la miran con escepticismo o con frustración resignada: “eso es para unos pocos…”. Sin embargo, hay algo más peligroso que no poder hacer lo que se ama: renunciar por completo a esa posibilidad.
Seguir lo que uno ama no puede ser una utopía romántica, por el contrario, en muchos casos, es casi una necesidad espiritual y, en medio de un mundo que atraviesa por horas tan oscuras y crueles, donde la información que recibimos hace parecer que todo está en nuestra contra, es urgente instalar la sensación de poder vivir con sentido y con algo de salud mental y dignidad, pues ya bastante tenemos con el mundo exterior roto para seguir estando desconectados también interiormente de todo lo que nos enciende el alma y puede generar una forma sutil, pero constante, de sosiego; no de lucha y de violencia, pues estar alejados del sentido de la vocación es, incluso, generar una gran violencia silenciosa contra uno mismo, y recordemos que no hay forma de violencia que se quede en lo íntimo, todas, sin excepción, se filtran y se expanden.
El problema es que nos enseñaron lo contrario. Desde pequeños se nos entrena para adaptarnos, no para escucharnos. Para sobrevivir, no para construir sentido. La educación rara vez acompaña la pregunta: “¿Qué amas hacer?”. Se valora más lo útil que lo vital. Más la habilidad para memorizar que la capacidad para sentir. Más la respuesta correcta que la pregunta honesta.
Considero inminente reivindicar el derecho a hacer lo que se ama, y ese derecho empieza por el reconocimiento, por enseñarle a cada niño, desde temprano, que dentro de sí hay algo valioso que merece ser cultivado, visto y desarrollado, y que puede ser fuente cierta de sustento y prosperidad, que la vocación no es una extravagancia, sino un tesoro, una brújula.
Guiar a alguien a descubrir su llamado no es decirle qué ser, es ayudarle a escuchar lo que ya está ahí dentro de su ser, es dar lenguaje a la intuición, alimentar sus aptitudes y los espacios para expresarlas, es nutrir la confianza en sí mismo y, desde ahí, permitirle fracasar sin miedo, probar, ensayar, continuar, para que descubra no lo que el mundo espera, sino lo que le hace vibrar y cómo llegar a ello. Quien se conecta con eso no solo se transforma a sí mismo, también transforma todo lo que toca.
Claro que no es fácil. No siempre se puede vivir “de” lo que se ama de inmediato; generalmente es necesario sostenerse con otra cosa mientras se construye el camino, pero eso no significa alejarse del camino propio.
Para convencer a los demás de que esto no es una fantasía, necesitamos cambiar el lenguaje. Mostrar que no se trata de comodidad, sino de potencia y perseverancia; quienes hacen lo que aman no están jugando: están creando valor, innovan, resisten, construyen nuevos mundos, nuevas posibilidades, rompen lo caótico, generan esperanza, demuestran que la economía de lo que se ama existe, y que cada día que ahondan en ella, sus márgenes crecen así como los espacios donde florece su autoestima y su autenticidad.
Cada persona que se atreve a vivir desde su vocación, aunque le cueste, aunque dude, aunque no tenga todas las respuestas, está ejerciendo el derecho a existir y está construyendo una forma sólida de liderazgo: la de abrir caminos con su ejemplo.
Hacer lo que uno ama no debería ser un privilegio, debería ser una aspiración legítima, acompañada, enseñada, protegida, porque cuando alguien actúa desde su verdad, no se aísla del mundo: lo enriquece, y quizás ese sea el mayor acto de sanación que podamos ofrecerle a esta época: evitar que tantas personas, con tanto talento, aprendan demasiado pronto a desconfiar de sus sueños, de sus deseos y de su propio destino.
Bien decía el cantautor Facundo Cabral: “Si uno hace lo que ama, lo que dicta el corazón, nunca es malsano para el que vive enfrente”.
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