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Tengo un recuerdo de hace mucho tiempo. Debía tener cerca de siete años y era época de elecciones presidenciales. Llegamos con mi papá a poner gasolina al tiempo que un señor que manejaba un carro en el cual había propaganda de Julio César Turbay pegada a las ventanas. Mi papá, que siempre fue una persona bastante introvertida, se salió de sí y empezó una discusión acalorada sobre por qué su candidato no era el que necesitaba Colombia. Casi terminan a los golpes. Desde ese momento tuve clara la trascendencia de elegir un Presidente.
Las expectativas son altas en época de elecciones. Los candidatos describen las graves situaciones por las que está atravesando el país y detallan cómo son ellos los únicos capaces de darle solución a males como la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la violencia y todos los demás que ya conocemos. Los votantes, por nuestro lado, esperamos acertar con la elección, a ver si por fin, logramos poner de Presidente al que realmente va a concretar todas las promesas, el que nos va a sacar de la inmunda, esa misma de la que hablan tanto en campaña.
Sin embargo y después de ver pasar once ciclos electorales, la conclusión obligada es que o hemos fallado consistentemente eligiendo al que era, o lo que prometen y que nosotros esperamos ilusionados se cumpla cada cuatro años, no se puede lograr. No hay sino que mirar lo que ha pasado en los últimos cincuenta años.
La economía no crece por disposición de un Presidente. Se afecta más por variables externas como el precio del petróleo y los productos básicos como el café, banano y flores que por las decisiones que toman los mandatarios. De aquí que no hayamos logrado mantener un crecimiento del PIB por encima del 4% como se ha intentado por décadas.
Tampoco han podido eliminar la pobreza, ni siquiera disminuirla drásticamente. A menos que se cuente como disminución drástica cambiar la forma en que se mide para bajarla cerca de cinco puntos porcentuales como hizo el gobierno anterior. Ocurre lo mismo con la corrupción a pesar de todos los gritos de batalla que se oyen por capturar a los ladrones y purificar la política.
Eso no quiere decir que estamos en el escenario desastroso que muchos de ellos pintan. De hecho, estamos mejor de lo que estábamos hace 10, 20 o 30 años, en gran parte, por lo que hacemos todos. Los empresarios, los emprendedores, los trabajadores, los estudiantes. Y salvo retrocesos graves por eventos inesperados de alcance global como la pandemia, de la que aún no salimos, es muy probable que estemos mejor en el futuro de lo que estamos hoy.
Tener un buen presidente es importante, pero no porque nos vaya a salvar del abismo, sino porque el liderazgo de una nación es fundamental para generar un ambiente incluyente, en el que prime el diálogo y el entendimiento y se construya la esperanza frente al futuro. En el que, a pesar de las diferencias, se logren definir objetivos hacia los que todos los ciudadanos, o una gran mayoría, estemos dispuestos a trabajar. En el que se creen los incentivos requeridos para que empresarios y trabajadores generen riqueza y en el que sea prioritario educar a los ciudadanos en el valor de lo público.
Tenemos que entender que la construcción de una nación, como la construcción de un hogar, requiere de un esfuerzo colectivo. Lo que deberíamos hacer entonces, no es esperar lo imposible, sino cambiar el chip y asumir que esto es una tarea de todos. No solo del próximo Presidente.