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Desde Katmandú hasta Antananarivo, pasando por Rabat, Lima, Asunción, Quito y las capitales europeas, las voces jóvenes se están alzando. Algunas lo hacen con pancartas en la calle, otras desde redes sociales, y muchas desde el silencio de la exclusión.
Lo que tienen en común es la frustración: un sentimiento profundo de abandono frente a un mundo que no les ofrece un lugar real.
No es casual que estemos viendo un aumento en las manifestaciones, descontentos, protestas y movimientos juveniles en contextos tan diversos. Las formas cambian, pero el mensaje es el mismo: “no hay futuro para nosotros en este sistema”.
La juventud, que tendría que llamarse más bien las juventudes por su carácter multidimensional, está viviendo las consecuencias más duras de una crisis que es global y estructural: la precariedad económica se suman los efectos del cambio climático, la inseguridad alimentaria, la migración forzada, y el debilitamiento de los sistemas democráticos.
En Nepal, muchas personas jóvenes migran en masa por la falta de empleo y oportunidades; en Madagascar, la inseguridad económica y la falta de servicios públicos básicos golpean con fuerza a una población joven sin voz política; en Marruecos, la tasa de desempleo juvenil ha superado 35%, las recientes protestas reflejan la desesperanza de una generación marginada por el desempleo estructural y el olvido de los servicios públicos en educación y sanidad; en Colombia, la tasa de desempleo para jóvenes de entre 15 y 24 años es de 19,76% y en partes de Europa, aunque con realidades distintas, los jóvenes también enfrentan vivienda inaccesible, precarización laboral y una creciente desconfianza en las instituciones.
Aunque los contextos varían, los y las jóvenes del mundo comparten un mismo sentimiento de frustración e inconformidad. En este contexto, la incidencia de los servicios públicos deficientes se agrava cuando los y las jóvenes no tienen recursos para acceder a soluciones privadas o alternativas.
La falta de políticas públicas con enfoque generacional hace que las personas jóvenes queden invisibilizadas dentro de los sistemas de servicios públicos. Esto no solo los excluye de oportunidades presentes, sino que también compromete su futuro y el desarrollo sostenible de las sociedades. La situación de las juventudes no puede seguir siendo postergada.
No solo es una cuestión de justicia social, sino una inversión esencial para el presente y el futuro de nuestras comunidades. Escuchar sus voces, entender sus demandas y actuar con políticas concretas es el primer paso para cerrar la brecha generacional y avanzar hacia una sociedad más equitativa e inclusiva.
Necesitamos políticas públicas de juventud con enfoque territorial y cultural, con unas inversiones en servicios públicos accesibles, en especial salud y empleo; creación de los espacios reales de participación política juvenil; apoyo a emprendimientos liderados por jóvenes, especialmente en sectores verdes y sociales; una educación técnica y digital, adaptada a las nuevas economías. No existe una receta única, pero sí una urgencia compartida: la necesidad de actuar ya.
Mi visión es clara: la educación, en todos sus niveles -desde preescolar hasta posgrado-, debe dejar de ser un privilegio de pocos para convertirse en un camino vibrante para todos
La incertidumbre no se supera con más contenidos, sino con mejores experiencias de aprendizaje. Experiencias que conecten el conocimiento con la realidad, que integren tecnología, reflexión y acción