MI SELECCIÓN DE NOTICIAS
Noticias personalizadas, de acuerdo a sus temas de interés
Hay un tipo de frustración que ningún manual de liderazgo enseña a gestionar. Es la que aparece cuando el líder ha dado lo mejor de sí: ha comunicado con claridad, ha generado un ambiente de respeto, ha acompañado con cercanía, ha ofrecido oportunidades de desarrollo y ha estado codo a codo en los momentos difíciles. Ha procurado hacerlo todo bien. Y sin embargo, hay alguien, a veces más de uno, que no responde.
No es solo falta de compromiso. Es distancia. Habla poco en público, pero en los pasillos se nota su incomodidad. Cumple lo justo, nunca con entusiasmo. Participa con una expresión neutra, cuando no desafiante. Y en ocasiones lanza comentarios que, sin ser hostiles, buscan incomodar o dejar ver un descontento que no se nombra. Como si esperara que el líder adivinara lo que va mal.
Para el líder, esto duele. No porque espere admiración, sino porque ha invertido tiempo y confianza. Duele más cuando el resto del equipo sí responde: unos con gratitud, otros con pasión, otros con constancia. Esa diversidad enriquece al grupo, pero también refuerza la pregunta incómoda: ¿por qué esta persona no se suma? Y el desgaste aumenta porque la duda se convierte en una carga silenciosa, difícil de compartir.
La primera reacción suele ser personalizar el conflicto. “¿Qué hago mal?”, “¿Cómo no logro motivarlo?”. Pero con el tiempo emerge otra comprensión: no todo depende del líder. No todo se modifica con intención o ejemplo.
Google, con su Proyecto Aristóteles, descubrió que los mejores equipos no eran los más talentosos, sino los que tenían seguridad psicológica. Y aun así, no todos brillaban. La teoría de la autodeterminación, de Deci y Ryan, recuerda que las personas se motivan con autonomía, competencia y relación, pero cada uno interpreta esas necesidades de manera distinta. Lo que para uno es autonomía, para otro puede ser abandono.
Más profundo aún: algunos desarrollan vínculos distantes con la autoridad debido a experiencias previas. No es maldad ni ingratitud. Es defensa, miedo o desconfianza.
El líder enfrenta entonces una encrucijada. Puede obsesionarse con ganar la voluntad de quien se resiste o aceptar, con madurez, que liderar no es controlar, que dirigir no es garantizar reciprocidad y que incluso el mejor liderazgo encuentra límites.
Esto no implica resignarse, sino no dramatizar. Significa liderar con constancia y dignidad, sabiendo que no todas las semillas germinan. Que algunas nunca lo harán. Y que el liderazgo no se mide por unanimidad, sino por coherencia. Liderar exige paciencia: aceptar que cada proceso humano tiene ritmos distintos y que algunos no llegarán nunca al mismo destino.
No hay líder perfecto. Hay líderes con recta intención, con voluntad genuina de apoyar. Unos logran abrir puertas, otros no. Y al otro lado hay personas: algunas que se dejan ayudar y otras que nunca lo harán, por razones que quizás nunca conoceremos.
Liderar, entonces, no es esperar respuestas uniformes. Es tener el coraje de seguir estando ahí, aun cuando no todos crucen la puerta. Porque lo más transformador del liderazgo no siempre es provocar un cambio inmediato, sino permanecer con dignidad donde otros se han rendido.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente