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Después de que se apagan las calabazas y disfraces de Halloween, el comercio gira el volante con una velocidad admirable, desaparecen las telarañas artificiales y, como por arte de magia, emergen los árboles iluminados, las guirnaldas y los pesebres. Podrá criticarse el exceso marketing, pero hay algo innegable: la Navidad transforma el ambiente y nos devuelve, aunque sea por unas semanas, a un estado emocional más generoso, más amoroso, más humano.
Nunca me tocó de cerca la discusión sobre si es más importante el árbol o el pesebre, pero en la Europa cristiana el debate está servido. Hay quienes se declaran “arbolistas”, fascinados por el brillo del abeto decorado, y quienes se asumen “pesebristas”, decididos a defender una tradición que consideran irrenunciable. No falta la polémica alentada por políticos, ya en algunas escuelas se ha prohibido el pesebre para no “ofender” a otras religiones. Pero cuesta entender esa lógica, pues a quién puede ofender la representación de un niño nacido en un establo, hijo de una familia desplazada, pobre y perseguida? Si algo comunica el pesebre es precisamente la dignidad de quienes no tienen nada y, aun así, representan el corazón del mensaje cristiano: la vida, la compasión, la misericordia y la fe.
El árbol de Navidad, por su parte, también tiene un origen fascinante. Los celtas decoraban sus robles y abetos en invierno como símbolo de vida que resiste. Siglos después, San Bonifacio, el evangelizador de Germania, reinterpretó esa costumbre pagana y sembró un abeto adornado con manzanas, símbolo del pecado original y velas en representación del niño Jesús que trae luz al mundo. Desde el siglo VIII, el árbol se convirtió en un puente entre varias culturas, de raíz pagana, pero transformado por el cristianismo en una celebración de esperanza.
El pesebre es una invención de San Francisco de Asís lo creó en la Navidad de 1223, en la aldea italiana de Greccio, para que el pueblo, muchos analfabetos, pudiera ver, sentir y comprender el nacimiento del niño Dios. Aquella representación viva del nacimiento de Jesús fue tan poderosa que se extendió por Europa con rapidez y poco a poco las dramatizaciones se transformaron en figuras de madera y cera. Más tarde se convirtió en arte y cultura, viajó por el mundo y llegó a España en el siglo XVIII con el rey Carlos III, quien lo popularizó en la corte y lo llevó a América, donde se volvió una costumbre inseparable y anhelada cada diciembre.
Árbol y pesebre cuentan historias distintas, pero coinciden en un punto esencial: enseñan historia y recuerdan los principios que nos unen. En tiempos de confusión entre lo que significa un Estado laico y lo que representa la espiritualidad, conviene recordar que la educación no debe amputar las raíces culturales, sino promover la dignidad humana, el amor, la compasión, la solidaridad y el respeto. Eso enseña el pesebre. El árbol, por su parte, es una invitación a hacer realidad la generosidad y a iluminar nuestros pensamientos y sentimientos hacia quienes más queremos y más nos necesitan.
La Navidad se debe resguardar de ideologías fracasadas, negacionistas y mal representadas que pretenden cambiar con una cultura a través de plantear una competencia artificial entre símbolos. Por el contrario, debería convertirse en la oportunidad para enfocarnos en lo esencial: la cercanía con quienes necesitan compañía, el respeto por la vida, el agradecimiento por lo que somos y tenemos, y el reconocimiento de una inteligencia superior que nos ama.
Tener un árbol alegra la casa y tener un pesebre ilumina la conciencia y nos conecta con una tradición que ha sobrevivido y alimentado la esperanza en guerras, migraciones, calamidades y desencuentros.
Así que este año, antes de entrar en discusiones metafísicas o políticas respiremos, “vistamos” el árbol, hagamos el pesebre, nacimiento o Belén, encendamos luces y velas sin remordimiento ecológico y dejemos que diciembre nos recuerde que debajo de los adornos hay una historia poderosa: el nacimiento de un niño vulnerable que unió con paz y amor a civilizaciones, razas y creencias religiosas.
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