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Los colombianos, que se saben dueños de su pasado, de su presente y de su futuro, no ocultan su inquietud cuando los que venimos de fuera, por más acreditado que esté nuestro amor y nuestro compromiso con Colombia, nos atrevemos a opinar sobre el proceso de paz.
Aunque no les falta razón, quienes así piensan no pueden ignorar que la paz en Colombia no es una cuestión exclusivamente colombiana, como no era una cuestión solo sudafricana la reformulación institucional y social de aquel gran país bajo el liderazgo de Mandela en los primeros 90’, ni era un asunto exclusivamente alemán la reunificación de la RFA y la RDA tras la histórica y sorpresiva caída del muro el inolvidable 9 de noviembre de 1989, por poner dos ejemplos que aun distintos y distantes son inevitablemente concomitantes con el proceso colombiano en el que sin duda tendremos que hablar de reunificación y de reconstrucción de una sociedad y de un país.
A nadie se le oculta que en nuestro mundo globalizado no hay compartimentos estancos y ningún país ni ningún mandatario pueden pretender que sus decisiones sean de exclusivo uso interno. Basta con apreciar el reciente impacto regional y global del inicio de la normalización de relaciones entre Estados Unidos con Cuba o con Irán para entender que el fin de 50 años de conflicto interno colombiano no puede ser en modo alguno un asunto intracolombiano.
Lo que vemos ‘los de fuera’ y no dudo que con nosotros millones de colombianos, es que durante medio siglo el conflicto armando ha segado cientos de miles de vidas humanas que hoy serían ciudadanos de pleno derecho, produciendo y contribuyendo al interés general; ha tenido una clara repercusión en países vecinos que con toda razón aspiran a recuperar la normalidad; ha tenido directa incidencia en la impune expansión de la producción de sustancias ilícitas con evidentes efectos internacionales; ha frenado el crecimiento del país y la extensión de infraestructuras vitales; ha tenido un perverso impacto medioambiental y, no menos importante, ha dividido a la sociedad colombiana, llevando a una parte de ella a justificar soluciones que no lo eran para frenar un problema de profundas raíces al que solo se podía poner fin desde un enfoque integral y no con falsas y tramposas para-soluciones parciales que derivaban en males mayores.
En un encuentro con empresarios celebrado en Madrid hace ya unos meses, Humberto de la Calle afirmó que lo que se estaba negociando en La Habana era el fin del conflicto, pero que la construcción de la paz no era competencia de los negociadores sino de todos los colombianos. Y así será, porque no puede ser de otro modo, y ahí es donde los colombianos orgullosamente dueños de su pasado, de su presente y de su futuro deberán tomar las decisiones que sean necesarias, sabiendo que el mundo entero tiene la mirada puesta en ellos.
Mientras la campaña electoral norteamericana está generando una inquietud no habitual, mientras Europa está en un complicado momento en su proceso interno, mientras la guerra en Siria y el terrorismo internacional inquietan profundamente, y mientras en América Latina varios países están pasando por momentos cruciales, los que amamos Colombia y nos sentimos comprometidos con ella, los que admiramos su sólida democracia sin parangón en su entorno, los que envidiamos su dinámica sociedad civil y su estabilidad económica de larga durada, no podemos dejar de desear vivamente que en esta hora crucial Colombia dé al mundo una lección de ponderación y magnanimidad.