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Analistas 18/06/2025

El silencio que escuchamos

Maritza Aristizábal Quintero
Editora Estado y Sociedad Noticias RCN

Colombia se despertó distinta el pasado domingo. No fue la rabia la que movilizó a miles de ciudadanos. Fue algo más hondo, más sereno, más poderoso: una fe renovada en que este país aún puede salvarse de sí mismo. La Marcha del Silencio no fue una simple manifestación ni una protesta tradicional. Fue un acto profundamente espiritual en el que un pueblo golpeado por la violencia decidió plantarse con dignidad, caminar con esperanza y trazar, por fin, una línea entre los violentos y los demócratas.

Quizá nos movió el miedo de volver al pasado, de leer las mismas página pero siendo nosotros los protagonistas, quizá nos dio terror mirar lo que había decretado en nuestro destino. Pero por encima de eso un país entero se levantó, avanzó sin gritos, sin ofensas, sin arengas partidistas. Fue un país que, hastiado del miedo, dijo “no más”. Marcharon familias, jóvenes, adultos mayores, creyentes y no creyentes, ciudadanos de orillas políticas distintas unidos por algo que los supera: la convicción de que este país tiene futuro, y no se escribe entre bombas y balas.

El atentado contra Miguel Uribe fue el detonante, pero, la verdad es que Colombia ya venía herida, cansada, descompuesta. Era el agobio de vivir en un país donde quien alza la voz es silenciado a tiros, donde las diferencias políticas se convierten en excusas para asesinar, donde la vida vale menos que la ideología. La marcha fue, en el fondo, un acto de duelo colectivo. Un duelo no solo por las víctimas recientes, sino por cada pedazo de país que hemos ido perdiendo en manos de la indiferencia. Pero también fue una demostración de lo que aún queda en pie: la voluntad de vivir en paz, de defender la democracia y de no rendirse.

Los protagonistas fueron los ciudadanos, pero la presencia de políticos de diferentes corrientes que habitualmente no caminan juntos, fue otro signo claro de que el país está entendiendo, a las malas, pero está entendiendo, que el enemigo no es el que piensa distinto, sino el que está dispuesto a matar por imponer sus ideas.

En un país donde la gente se ha acostumbrado al horror, donde cada semana hay muertos que apenas son cifras en las noticias, esta marcha fue como una sacudida al alma colectiva. Nos recordó que aún somos capaces de reaccionar. Que no todo está perdido. Que todavía podemos detenernos, mirarnos a los ojos y decirnos: este no es el país que queremos para nuestros hijos. Fue como si de pronto hubiéramos recordado que no nacimos para vivir con miedo, que merecemos caminar tranquilos por nuestras calles y que la democracia vale la pena si se defiende entre todos.

Y lo más esperanzador de todo fue que esta vez no fue la ira la que llenó las plazas. No fue el odio ni el revanchismo. Fue la esperanza. Una esperanza nacida del dolor, pero sanadora. Una ciudadanía que, en lugar de responder al fuego con fuego, eligió caminar con el alma encendida, sin decir una palabra, pero diciendo todo.

Colombia no se levantó con rabia, sino con fe. No marchó para destruir, sino para recordarse a sí misma que aún puede construir. No salió a la calle para rendirse al miedo, sino para vencerlo. La Marcha del Silencio fue la expresión de un pueblo que quiere escribir su propia historia.

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