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“¿Y cuánto cuesta una chinita, así pa’ mi?”, pregunta el locutor. “Para ti más económico… vamos a dejarla en $5 millones”, dice el palabrero… “Yo quiero una sin pelo, calunga, que no se mueva cuando está enganchada, y tenerla encerrada para que me haga arepas y me rasque la cabeza”. Sí, esa es una transcripción casi literal de la transacción de mujeres que hacen en un video público los señores Fabio Zuleta y Roberto Barroso. Aseguran los “expertos juristas” que más allá de lo indignante que resulta la conversación, ahí no hay nada ¡Qué cortos nos hemos quedado en acciones para combatir la violencia sexual contra la mujer, el abuso a menores, la trata de personas, la inducción a la prostitución y la esclavitud!
Ahora nos dicen que esa charla aberrante, que tratan de pasar por un chiste, no es un delito y explican que no se consolidó la acción penal, ¿es decir que la niña o la mujer tiene que ser violada y sometida a cualquier cantidad de perversiones para que la persona, que abiertamente está pactando una compra y prometiendo que la va a “encerrar” para tratarla como una esclava, pueda ser juzgada?
Si es así, en este o en cualquier caso, el derecho penal no nos está ayudando en nada a prevenir las acciones criminales contra las mujeres, al contrario, está sirviendo como escudo a los delincuentes ¿Por qué en el caso de un homicidio, con la simple amenaza, sí se puede intervenir y evitar que el asesino apriete el gatillo? Y quiero contarles, por si no habían caído en la cuenta, que convertir a una mujer en una esclava sexual o abusar de ella es como matarla todos los días.
Esa impunidad frente a los depravados, que duele y que encuentra amparo entre agudos abogados, sumada a un sistema ineficiente, permite que las mujeres sean tratadas como objetos de satisfacción, se compren y se esclavicen.
Y no solo pasa en una recóndita comunidad indígena en La Guajira, también entre la más sofisticada clase neoyorquina. Ahí está el caso Jeffrey Epstein, un hombre “asquerosamente rico” (recogiendo el nombre del documental) que reclutaba niñas desde los 10 años para su goce personal y para el de una exclusiva secta de amigos. Hay denuncias desde 1996 pero, como en el caso del palabrero y el locutor, nadie se las tomó en serio.
También reprochan algunos que no es hora de rasgarse las vestiduras, que eso pasa desde hace mucho tiempo: en La Guajira por cuestiones culturales y en la élite de Estados Unidos como entretenimiento para millonarios. Es una respuesta espeluznante, eso solo los hace cómplices de la impunidad.
Algo nos pasa como sociedad para no intentar ni en lo más mínimo hacer algo cuando sospechamos o tenemos la certeza de un abuso. Claro, la culpa no es solo de la sociedad, lo es más del sistema que encuentra todas las excusas: que fue solo un comentario, que no hay un delito, que hay una larga trazabilidad de costumbres ancestrales, que se trata de un hombre poderoso, que es amigo del fiscal y hasta del presidente o que las denuncias en realidad son un chantaje.
Es tanto lo que favorece al victimario que razón tienen las mujeres al llenarse de miedo cuando denuncian. Si la sociedad no se pone las pilas y encuentra una forma, no solo de castigar, sino de prevenir, los depravados seguirán a sus anchas con esa larga cadena de abusos, pedofilia, y trata de personas.