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Las elecciones de la semana pasada en Estados Unidos recordaron una verdad incómoda: más allá del triunfo de unos y la derrota de otros, los extremos se miran en el espejo y no son el camino. Agrandan el Estado donde les conviene, empequeñecen al ciudadano y empeoran los resultados. No es cuestión de etiquetas, sino de patrones y sucede por allá y sucede por acá. Los extremos se arrogan el poder del cambio y el supuesto camino correcto con retóricas distintas, pero en la práctica convergen en manipular, unos expanden subsidios y controles, otros elevan el proteccionismo, amplían poderes del Ejecutivo, refuerzan vigilancia y despliegan gasto dirigido en nombre de la seguridad o la reindustrialización. No siempre agrandan el Estado en todo, pero sí lo vuelven más intrusivo donde les conviene.
La tentación intervencionista no distingue colores. A la extrema derecha se invoca la seguridad nacional sin límite; a la extrema izquierda, la justicia social. En el resultado se parecen: aranceles, cupos, créditos dirigidos, controles de precios, subsidios sin evaluación que funcionan como estatización de facto. Ese péndulo alimenta el hiperpresidencialismo y normaliza la excepción como regla.
El desborde regulatorio y el uso instrumental del poder revaloran los contrapesos, la separación de poderes, el control presupuestal y límites a los decretos. También muestran los límites de la acción pública donde no todo problema admite solución centralizada. Dirigir la economía solo desde el despacho presidencial suele acabar en escasez, arbitrariedad y captura.
Hay una raíz cultural. El sociólogo Daniel Bell advirtió que el éxito material erosiona virtudes como austeridad y esfuerzo. El economista Friedrich Hayek alertó sobre credenciales sin aprendizaje, un “proletariado intelectual” propenso a atajos para problemas complejos, con consignas en lugar de argumentos, la técnica cede ante la demagogia y la gestión se vuelve espectáculo.
¿Qué debería aprender Colombia? Que un Estado capaz concentre su energía en lo esencial (seguridad, justicia, infraestructura, salud pública y educación básica), ponga reglas estables, reduzca trámites y mida resultados con evidencia verificable. La competencia y el emprendimiento no reemplazan al Estado, lo complementan cuando éste fija umbrales de calidad y hace cumplir la ley sin favoritismos. La estabilidad macroeconómica no es negociable. Blindar la regla fiscal, proteger la independencia del Banco de la República y evaluar subsidios y exenciones con caducidad evita que el corto plazo devore el futuro.
Tener claro que la productividad nace de mercados abiertos e instituciones previsibles. Se requiere competencia en redes, análisis de impacto regulatorio e inversión en energía, logística y conectividad. La mejor política industrial elimina barreras y corrige fallas, no elige ganadores. La integridad pública es una ventaja competitiva y garantizan la transparencia. La confianza baja el costo del capital, acelera decisiones y atrae inversión productiva.
El centro de gravedad que Colombia necesita es rigor, con un Estado fuerte que intervenga menos, pero lo haga mejor, con empresas que compitan, ciudadanos que asuman deberes. Ese es el camino para crecer con inclusión y preservar la democracia, con contrapesos firmes, técnica por encima del ruido y carácter para sostenerlos en el tiempo.
Se trata de un debate complejo que genera posiciones encontradas, pero cuya discusión debe centrarse en la sostenibilidad del ingreso y en la coyuntura laboral del país
Que los colombianos nos queramos quedar en Colombia, para vivir bien y mejor. Hacerlo en grande no se logra ni con deseos ni con fortuna, se logra queriendo y haciendo
El déficit de gas, que ahora reconoce el Gobierno, ha obligado a su importación desde diciembre del año pasado para garantizar el cubrimiento de la demanda esencial. Como era de esperarse, el precio del gas importado es mayor