Hace cerca de una década Marianne Bertrand y Sendhil Mullainathan-investigadores de la Universidad de Chicago y de MIT, respectivamente-se dieron a la tarea de averiguar si tener nombres asociados típicamente a la raza negra afectaba la probabilidad de ser llamado a entrevistas de trabajo en Estados Unidos. El título de la investigación resume el propósito: “¿Son Emily y Greg más empleables que Lakisha y Jamal?”.
Los autores enviaron hojas de vida ficticias respondiendo a vacantes laborales que aparecían en los periódicos. El truco para poder identificar el efecto del nombre y su asociación racial sobre la probabilidad de ser llamado a entrevista es que de manera aleatoria le asignaron a esas hojas de vida los nombres del postulante con su respectivo sabor racial. Los investigadores le hicieron luego seguimiento a la probabilidad de recibir un llamado a entrevista y encontraron que los nombres blancos recibieron 50% más llamadas. (En una línea de investigación afín, Gaviria, Medina y Palau encontraron que en Colombia tener un nombre atípico-ser un sin tocayo-reduce su salario promedio en más de 10%.)
La metodología de Bertrand y Mullainathan fue recientemente adoptada por Kroft, Lange y Notowidigdo para tratar estudiar los méritos de la hipótesis según la cual a medida que pasa el tiempo sin que un desempleado encuentre trabajo, sus probabilidades de hacerlo van decreciendo. Enviaron hojas de vida ficticias en las que el tiempo que llevaba el postulante sin empleo fue asignado de manera aleatoria. El estudio encontró que en efecto a medida que el trabajador lleva más meses sin empleo la probabilidad de ser llamado a entrevista decrece. Dicha tendencia se estabiliza a partir del octavo mes, es decir, a partir de ahí la probabilidad de recibir una llamada deja de caer. Las magnitudes son grandes; la probabilidad de ser llamado a entrevista es 45% menor si el postulante lleva 8 meses sin trabajo respecto a la misma probabilidad si solo lleva un mes desempleado. Las empresas penalizan a los desempleados de larga duración; seguramente infieren que dicho estado debe ser señal de que algo anda mal con el postulante.
Otro resultado interesante es que en tiempos de crisis, cuando a la economía y al mercado laboral les va mal, las empresas no parecen usar el tiempo que lleva el desempleado sin trabajo como señal sobre su calidad. En ese caso, más meses en paro no llevan a los empleadores a discriminar al que se postula.
Para los encargados de políticas públicas entender y hacer seguimiento a la duración del desempleo es clave. Por ejemplo, hay evidencia que muestra que los seguros de desempleo tienden a aumentar el tiempo que pasan los trabajadores transitando entre empleos. El seguro les da aire para buscar con calma, le quita afán a la búsqueda y reduce la probabilidad de aceptación de las ofertas que reciba. Así, una consecuencia imprevista de estos seguros sería la de dificultar la reabsorción de los parados en el mercado laboral. Más en general, la lección para políticas públicas es que hay que mantener un ojo sobre la duración promedio del desempleo y prender alarmas cuando esta aumente. Los desempleados de larga duración pueden volverse desempleados permanentes. En este contexto, un paso importante y sencillo que Colombia debe dar es la publicación mensual por parte del Dane de estadísticas sobre la duración del desempleo.
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