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Mientras los restos de un Rafale aún ardían en Cachemira, en Colombia ya circulaban titulares que exaltaban la eficacia de los aviones de combate chinos.
Desde entonces, han surgido voces que sugieren que el gobierno de Petro podría inclinarse por adquirir J-10C, no por evaluaciones doctrinales ni de interoperabilidad, sino por el impacto mediático del derribo de un Rafale francés durante el reciente enfrentamiento entre India y Pakistán.
La visita del presidente colombiano a Pekín fue usada por sectores entusiastas para amplificar una narrativa sin sustento técnico: que el armamento chino es más eficiente y accesible que sus contrapartes occidentales. Así, titulares virales comenzaron a suplantar los informes estratégicos, y la seguridad nacional quedó subordinada al ruido digital.
El episodio se enmarca en una cadena de eventos iniciada el 22 de abril con un atentado en Pahalgam, que dejó 26 civiles muertos. India culpó al grupo The Resistance Front, con nexos con Lashkar-e-Taiba, y lanzó la operación Sindoor contra presuntos campamentos insurgentes. Pakistán respondió, y días después ambos países protagonizaron el combate aéreo más intenso en cinco décadas: setenta cazas indios se enfrentaron a cuarenta aeronaves pakistaníes en un entorno de saturación electrónica, superioridad numérica y tecnología 4.5G. El saldo: tres aeronaves indias derribadas, incluido un Rafale, presuntamente impactado por un PL-15 disparado desde un JF-17.
Diversos portales especializados destacaron la supuesta eficacia del armamento chino, subrayando su menor costo frente al Rafale. Pero el derribo no evidenció ninguna supremacía tecnológica: fue el resultado de errores tácticos, operacionales y estratégicos del Estado Mayor indio: doctrina deficiente, descoordinación entre drones y cazas, y exposición simultánea de plataformas en un entorno densamente defendido.
India opera tres arquitecturas incompatibles -rusa, europea y estadounidense- que impiden una guerra aérea en red. Cada escuadrón libra su propia guerra. No hay fusión de datos, ni conciencia situacional compartida, ni un sistema unificado de mando y control.
Así, los Rafale -diseñados para neutralizar defensas antes de un asalto- fueron usados como simples bombarderos. Los Su-30MKI escoltaron sin haber ejecutado previamente una fase de supresión de amenazas (Sead). No hubo planificación por fases ni lógica integrada de combate: solo una cadena de decisiones fragmentadas.
Aun así, frente a un enjambre de J-10C y JF-17, solo se confirmó una pérdida. Lejos de validar una hegemonía tecnológica china, el balance operacional refuerza el valor del Rafale cuando se lo emplea con criterio doctrinal.
La lección no trata de precios ni titulares, sino de integración operativa. Para Colombia, optar por cazas chinos sería un retroceso estratégico: son incompatibles con nuestras plataformas, doctrina y logística. No hay interoperabilidad Otan ni integración con nuestras capacidades actuales. La tecnología china no solo es ajena al ecosistema nacional: es estructuralmente incompatible con el modelo occidental del que Colombia es socio global.
La guerra aérea no se gana con propaganda ni se compra por catálogo. Colombia no necesita dragones de papel. Necesita visión, interoperabilidad y criterio.
En un país donde la gente se ha acostumbrado al horror, donde cada semana hay muertos que apenas son cifras en las noticias, esta marcha fue como una sacudida al alma colectiva. Nos recordó que aún somos capaces de reaccionar