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Analistas 02/06/2021

No es lo mismo

Disculpen la franqueza, pero no es lo mismo el crepúsculo de la mañana que el crespo c… de la marrana. Como no es lo mismo equiparar el derecho a la protesta con el supuesto “derecho” a los bloqueos.

La protesta es un derecho constitucional. Los bloqueos de vías, la destrucción de la infraestructura, la vandalización de los medios de transporte, la paralización de puertos y aeropuertos y la suspensión de los servicios públicos, sobre todo en una crisis sanitaria que cobra medio millar de muertos diarios, son actos ilegales que no cuentan con ningún amparo constitucional.
Algunos abogados, en algunas ONG de cuyos nombres no quiero acordarme, insisten en hacer alquimia jurídica intentando homologar un término con el otro, insistiendo en que para protestar efectivamente hay que tener el derecho a coartar la libertad de movilización de los demás. Pues no, por mucho que le den vueltas y que citen sentencias de la Corte Constitucional o recomendaciones de la OIT, el derecho a la protesta no es, y nunca ha sido, un derecho superior al derecho a la vida, a la salud y a la libertad de los que no protestan.

Esa manifestación de insatisfacción hecha de manera pública, vocal, expresa y enfática a la que tengo derecho en democracia -porque el derecho a la protesta es de los primeros que se coartan en las dictaduras- no quiere decir que tenga derecho a imponer mi punto de vista, sino solo a expresarlo. O, dicho de otra forma, tengo derecho a exigir, pero no tengo a derecho a que se haga lo que yo diga.

Y ahí esta, precisamente, el problema de los bloqueos y la razón por la cual protestar no es igual a bloquear. En Colombia, infortunadamente, los marchantes suplen su debilidad argumentativa con medidas de facto en las calles. El malestar que dicen representar -que es real- no lo logran articular en propuestas políticamente constructivas, como lo confirma el deshilachado pliego (¿o pliegos?) del paro, y prefieren, más bien, imponer sus supuestas reivindicaciones con la fuerza bruta. No es con palabras sino con el cierre de vías, la quema de buses, el asalto a los bancos y la vandalización de monumentos, es decir con violencia, como aspiran a realizar sus objetivos políticos.

La coacción, por supuesto, acaba siendo la antítesis de la concertación. Por mucho que los marchantes justifiquen la violencia para lograr sus propósitos (¿quién no los ha oído decir que sin “incomodar” no los escuchan?), lo cierto es que acaban derrotando su propósito, así nominalmente lo obtengan.
La fuerza deslegitima, lo que se obtiene por la fuerza solo se mantiene por la fuerza. La mayoría de la gente no se siente representada por la ralea que opera los bloqueos y detesta el boleteo que imponen. Si las reivindicaciones sociales, algunas legítimas, son obtenidas a punta de piedras y cocteles molotov, quemando bodegas con vacunas, extorsionando ciudadanos y quebrando negocios, cualquier “acuerdo” forzado que se logre entre los marchantes y el Gobierno sufrirá de vicios del consentimiento y justificará, con creces, el incumplimi ento de la contraparte.

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