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Analistas 14/12/2022

Hostigamiento judicial

Los gobiernos Argentina, Bolivia, Colombia y México acaban de inventarse una nueva doctrina de derecho internacional humanitario: el llamado “hostigamiento judicial”. Básicamente consiste en desconocer la separación de poderes y el debido proceso cuando al presidente de turno le disgusta la intromisión de la rama judicial -o quien hace sus veces según la arquitectura institucional correspondiente- en los fueros y andanzas del primer mandatario.

Algo de esto había anticipado Nixon hace unas décadas cuando se le preguntó en una famosa entrevista si el presidente podía hacer ciertas cosas en contra de sus adversarios y este respondió que, en su opinión, si era el presidente quien lo hacía, “quería decir que no era ilegal”. Es decir, la presidencia por encima de la ley.

La sustentación de la novedosa doctrina parece que está centrada en la primacía de la voluntad popular sobre cualquier cortapisa institucional. Esto lo dejó muy claro Petro cuando tuiteó en defensa del defenestrado presidente peruano alegando que la “transformación democrática de un país implica la plena movilidad de su sociedad”. Y continuó: “separarse del pueblo y pensar el gobierno como un simple ejercicio tecnoburocrático, no lleva sino a la derrota histórica”.

Lo que pasa es que la democracia liberal contemporánea es por definición un “ejercicio tecnoburocrático” donde el presidente no puede hacer lo que se le da la gana. Para empezar, tiene un límite en su mandato -cuatro años en Colombia, sin la posibilidad de reelección-, unas funciones constitucionales que no puede exceder, unas cortes que están para asegurar que la ley se cumpla por todos y, además, un congreso que le hace control político y que actúa como su juez.

El comunicado de marras sostiene que el “hostigamiento judicial” es violatorio de los artículos 23 y 25 del Pacto de Costa Rica y pide que se respete “la voluntad popular que se expresó en las urnas”. Pero una lectura de los artículos citados no da para concluir que el congreso peruano -destituyendo a Pedro Castillo- y las autoridades judiciales peruanas -procesándolo por rebelión- estén de alguna manera violando normas internacionales o locales. Poner patas arriba la norma interamericana para defender una usurpación descarada es un acto de monumental cinismo. Al fin y al cabo, el que intentó el autogolpe por televisión fue Castillo, ordenando el cierre del legislativo que lo estaba juzgando por corrupción y convocando de facto una asamblea constituyente para alterar quien sabe cómo la institucionalidad legitima.

Los presidentes firmantes, al invocar el mandato popular para aplastar las instituciones diseñadas para limitar el poder del ejecutivo, están pisando un terreno muy delicado. Esto implica salirse del ámbito del estado de derecho, el mismo sobre el cual se funda todo el Sidh y la Carta Democrática Interamericana, para entrar en el pantanoso territorio del “estado de opinión”. Allí lo único que acaba importando es la voz del caudillo que falsamente dice encarnar la voluntad popular expresada en la calle.

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