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La muerte del senador Miguel Uribe Turbay no es un accidente de la historia. Es el resultado de un clima político que han cultivado con esmero desde la presidencia de la República: un jardín de odio, abonado con insultos, regado con prejuicios y podado con descalificaciones diarias contra todo aquel que se atreva a pensar distinto.
Uribe Turbay, joven preparado y precandidato presidencial, terminó como tantos en nuestra trágica lista de mártires: víctima de la violencia política que el presidente dice querer erradicar, pero que, en la práctica, parece disfrutar agitando. No basta con que Petro salga, con gesto compungido, a lamentar “la pérdida para la democracia”. Sus lágrimas son tan creíbles como un cheque sin fondos. Porque el presidente ha dedicado buena parte de su mandato a señalar a la oposición como una mafia corrupta, unos enemigos del pueblo, unos parásitos oligárquicos.
Estas son las consecuencias de la deshumanización. Cuando el sicario físico o digital finalmente actúa le parece que no mató a una persona sino a un símbolo del mal. Esta vez un menor de edad, reclutado por un narcoguerrillero de medio pelo, ejecuta al senador más votado en plena campaña y el gobierno se sacude… por un par de días. Después, de vuelta a lo mismo: discursos incendiarios desde la Casa de Nariño y una fuerza pública convertida, por instrucción del Ejecutivo, en espectadora de lujo.
Petro no es el autor material ni intelectual de suceso, pero sí es el narrador de fondo. El que pone la banda sonora de odio que acompaña estas tragedias. Y mientras él recita su poesía revolucionaria, la inteligencia del Estado duerme, la seguridad de los candidatos se improvisa y el control territorial lo ejercen otros: guerrillas, bandas criminales, o en este caso, un muchacho con una pistola pagado por el hampa.
¿Qué hubiera pasado, se preguntaron algunos comentaristas en las redes sociales, si este gobierno hubiera sido de la derecha y la víctima hubiera sido un precandidato presidencial del Pacto Histórico? La respuesta no es muy difícil: asonadas, quemas, pedreas, bloqueos y, en general, más violencia. Un 9 de abril en chiquito o en grande. El gobierno confunde el dolor recatado y silente de la oposición con indiferencia y por eso sale con justificaciones tan deplorables como la intentada por el jefe de gabinete, el impresentable pastor Saade. El que hace campaña, dijo, es como quien monta en bicicleta: si se cae es su culpa.
El legado democrático del petrismo es inexistente. Fuera de los ataques montealegrunos a la integridad constitucional, incluyendo “séptimas papeletas” y demás hierbas del pantano, el autodenominado “primer gobierno de izquierda de la historia” nos devolvió a las épocas más tristes del pasado. La retórica desenfrenada, el irrespeto por las formas del discurso público, la estigmatización de los opositores y el desdén institucional -es decir la guerra verbal- pasó de ser un expediente simbólico a una realidad material.
La democracia no se mata solo con balas. También se mata con palabras. Y Gustavo Petro lleva tres años disparando las suyas.
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