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Bendita suerte. En lo personal siempre me ha gustado esa definición de que es un accidente favorable para el que estaba listo sin saberlo. No un fenómeno de azar o un evento mágico. Mejor, un punto en el que -sin ser algo que se pueda controlar- se entrecruzan los caminos del esfuerzo y la oportunidad. Célebre la frase del gran científico Luis Pasteur: “La fortuna favorece a las mentes preparadas”. Lo afirmaba contundentemente. Los descubrimientos científicos y los logros no son simple cuestión de azar, sino el resultado de la preparación, el esfuerzo y la observación constante. “Mentes preparadas”. Bendita mente. En ella trabajaban empezando la década de los 90 un grupo de investigadores cuando la suerte les sonrió en forma del descubrimiento que determinaría una de las bases fundamentales de la inteligencia emocional.
El brazo de un mono. La célula cerebral que lo hacía levantar era el foco de atención del estudio. Ella únicamente se activaba con esa acción, según lo mostraban los electrodos. Entonces, ocurrió. Estando totalmente quieto, la célula se activó. Los investigadores, un tanto confundidos, revisan los equipos. Buscar el error obvio es lo normal, pero no lo encontraron. La célula seguía activándose intermitentemente. El mono estático, su mirada fija. Con cierto ritmo, con cierta pausa. El único que no prestaba atención al gran enigma era un asistente del laboratorio. Unos minutos antes había tomado un momento de receso y al volver traía un cono de helado del que disfrutaba tranquilamente. Lo llevaba a su boca, lo saboreaba y lo retiraba. A él apuntaba la mirada del mono.
Cada vez que el asistente subía su brazo, la célula enigmática se activaba. La suerte había entrado al laboratorio y en este caso fue llamada “neuronas espejo”. El gran descubrimiento. El antojo de un mono permitió establecer que hay miles de ellas salpicadas en nuestro cerebro humano y que son clave para saber y entender lo que otros sienten, hacen o pretenden. Básicamente, permiten que nos “sintonicemos” de forma automática y sentir lo que el otro está sintiendo. Crea vínculos inconscientes y armoniza la interacción cuando hablamos o actuamos. Ese golpe de suerte fue la cuota inicial desde el cual se avanzó en otros descubrimientos de circuitos que al trabajar en conjunto produce un intercambio invisible, silencioso e inmediato entre los seres humanos a nivel emocional. Es llamado el “cerebro social”. Hogar de nuestra inteligencia emocional. Bendita inteligencia, esa que nos permite ser inteligentes de una manera distinta. No es coeficiente intelectual, sino la forma en que te manejas a ti mismo y tus relaciones. El mayor investigador en ella es Daniel Goleman y la divide en cuatro partes: autoconciencia, autogestión, conciencia social y manejo de relaciones. De ellas surgen “Las 12 competencias de la inteligencia emocional”, su nuevo libro, en el que brinda herramientas para reconocerlas, aprenderlas y aplicarlas, porque la fortuna también favorece a las mentes preparadas emocionalmente.