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La reciente escalada de violencia en regiones como el Catatumbo y el Chocó, protagonizada por enfrentamientos entre el ELN y las disidencias de las Farc, es un reflejo alarmante de cómo Colombia ha perdido el control territorial y, con él, la soberanía nacional. Esta situación no es nueva, pero sí ha alcanzado un nivel crítico que debe llamar la atención tanto del Gobierno como de la sociedad.
Más allá de ser un problema local, se trata de una crisis transnacional que afecta también a países vecinos como Venezuela, donde la permisividad o complicidad con grupos armados alimenta un ciclo de violencia y narcotráfico que parece imparable.
El problema de los cultivos ilícitos y la producción de cocaína tiene raíces en decisiones políticas que han fallado en abordar el tema de manera efectiva. Durante el proceso de paz liderado por el expresidente Juan Manuel Santos, se paralizó la aspersión aérea como parte de los acuerdos con las Farc. Esta decisión buscaba incentivar la sustitución voluntaria de cultivos, la falta de seguimiento y cumplimiento por parte del Estado permitió que el problema creciera.
El expresidente Iván Duque, aunque criticó esta política, no implementó medidas contundentes para revertir la tendencia. Sin embargo, es bajo el actual gobierno de Gustavo Petro que el problema parece haber alcanzado un nuevo pico de gravedad ya que el actual Presidente no solo ha ignorado el tema de los cultivos ilícitos, sino que también su enfoque de “paz total” ha dado oxígeno a los grupos armados, que han utilizado las negociaciones como una oportunidad para fortalecerse y expandir sus actividades ilegales, escondiendo bajo un “disfraz” político sus verdaderas intenciones.
Según el informe más reciente de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Unodc, Colombia alcanzó en 2023 una cifra récord de 230.000 hectáreas de cultivos de coca, la más alta en la historia del país. Esto se traduce en una producción de cocaína que supera las 1.700 toneladas anuales. Mientras tanto, los grupos armados ilegales han diversificado sus ingresos, participando no solo en el narcotráfico, sino también en la minería ilegal y la extorsión.
El Catatumbo es un ejemplo del problema: esta región fronteriza con Venezuela se ha convertido en un epicentro de la producción de cocaína y un campo de batalla entre grupos armados. Según informes locales, el 96% de los municipios de la región tiene presencia de cultivos de coca, y el control efectivo del Estado es casi inexistente; En el Chocó, la situación no es mejor: comunidades afrodescendientes e indígenas viven bajo el yugo de grupos armados que imponen su ley, mientras el gobierno central brilla por su ausencia; La “paz total” ha dejado a los ciudadanos atrapados, sin derechos, en medio de una guerra por el control de la producción de cocaína.
El rol de Venezuela ha sido cómplice de manera silenciosa, aunque el gobierno de Maduro ha negado cualquier tipo de colaboración con grupos armados colombianos, numerosos informes indican que éstos operan con total libertad en territorio venezolano y los miembros del estado central están pedidos por la DEA. Más aún, en algunos casos, incluso se ha sugerido que las fuerzas de seguridad venezolanas están directamente involucradas en actividades de narcotráfico.
Lo que estamos presenciando en regiones como el Catatumbo y el Chocó es el colapso de los preceptos básicos del Estado: el monopolio de las armas, la garantía de los derechos ciudadanos y la protección de la soberanía territorial. Colombia, en su estado actual, está lejos de ser un país donde los principios del Estado de derecho sean una realidad para todos sus habitantes.
Nuestro escudo rememora, Ley y Orden, y hoy no hay ninguno. Colombia no puede seguir siendo rehén de su propia incapacidad para garantizar la paz, la seguridad y de su constitución. Es hora de enfrentar la realidad con valentía y asumir las responsabilidades que conlleva ser un Estado soberano y una república. Solo así podremos devolver la esperanza y los derechos, a quienes han sido olvidados por demasiado tiempo.