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La regla fiscal era insostenible. Continuará siendo insostenible.
Primero, porque la pandemia no ha terminado. Es necesario pagar las deudas de corto plazo que se contrataron para adquirir las vacunas y para responder al Covid. Se deben cerrar los déficit generados por el menor precio de la gasolina y del diésel. El desbalance del Fondo de Estabilización de los Precios de los Combustibles (Fepc) se agudizó. La opción tarifaria dejó un hueco que no se ha cerrado. Las concesiones viales tienen que ser compensadas porque los carros no pasaron durante la pandemia.
Segundo, porque las maniobras contables, como las “transacciones de única vez”, trataron de ocultar el incumplimiento de la regla durante el 2024.
Tercero, porque desde el 2012 cuando se comenzó a aplicar la regla hasta el día de hoy, el saldo de la deuda pública, como porcentaje del PIB, ha crecido de manera sostenida, pasando del 36,4% en el 2012 a 60,6% en el 2025. El afán por controlar el déficit no se ha reflejado en una menor deuda.
Cuarto, porque la política fiscal en un país como Colombia, cada vez es menos autónoma frente a las operaciones de la Reserva Federal de los Estados Unidos, y frente a los movimientos de los capitales internacionales. Si la rentabilidad de los bonos del Tesoro de los Estados Unidos sube, la deuda externa e interna se encarecen. Y para resolver estos desbalances se tiene que recurrir a la política fiscal (más impuestos y menor gasto).
Quinto, porque en el Marco Fiscal de Mediano Plazo que acaba de presentar el gobierno se sueña con que a partir del 2028 se volverá a la senda de la regla fiscal. El déficit fiscal de 7,1% del 2025, se reducirá a 6,2% en el 2026, y a 4,9% en el 2027. Este ejercicio de buena voluntad no tiene ninguna garantía de cumplimiento.
Sexto, porque en Colombia, como en la mayoría de los países del mundo, el gasto continuará subiendo a un ritmo mayor que los tributos. Es bueno recordar que en Estados Unidos, entre 1965 y 2024, el saldo de la deuda pública con respecto al PIB pasó de 35% a 123%.
Séptimo, porque la regla como instrumento de política fiscal ha dejado de ser pertinente. Y, entonces, es necesario volver a la discrecionalidad keynesiana, insistiendo en que la discrecionalidad no es sinónimo de irresponsabilidad.
Octavo, porque la metodología que sustenta la regla fiscal es muy frágil. Los supuestos que se realizan para calcular el PIB potencial, las funciones Cobb-Douglas, el Nairu y el Naicu son excesivamente débiles, y siempre serán cuestionables. Sobre postulados tan endebles no se deberían tomar decisiones sustantivas en el campo de la política pública.
Noveno, porque en el análisis de las finanzas públicas toda la atención se centra en el presupuesto del gobierno nacional, dejando de lado el examen conjunto de las fuentes de ingresos que se originan en las ciudades y en los departamentos.
Décimo, porque el principal problema fiscal no es el incumplimiento de la regla, sino la dispersión de los recursos en miles de pequeños proyectos sin ninguna visión estratégica.
Undécimo, porque el discurso sobre la regla fiscal ha oscurecido debates más importantes, como el presupuesto por programa, la jerarquización de las inversiones, la intertemporalidad de los proyectos de inversión, la inadecuada fragmentación del presupuesto en sectores, departamentos y poblaciones.
Y, finalmente, porque la discreción, y no la regla, permite considerar en cada coyuntura, el manejo más conveniente de las finanzas públicas.
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