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A finales del año pasado, el servicio de mensajería WhatsApp fue suspendido en Brasil por un juez. Meses más tarde, la historia se repite de la misma manera amenazando a millones de personas cuyas relaciones personales y profesionales dependen de la “mensajería instantánea” que la aplicación permite. El motivo de la más reciente suspensión del servicio, tal y como ocurrió en la ocasión anterior, reside en la negativa de la compañía de colaborar en una investigación relacionada con el tráfico de drogas. La decisión fue tomada como mecanismo de presión por un juez que pretende que WhatsApp entregue copias de las conversaciones sostenidas por supuestos delincuentes. Para cumplir con el bloqueo, las operadoras móviles del país han sido forzadas a interrumpir el acceso al servicio en cuestión a través de sus líneas, so pena de enfrentar a multas que podrían superar los US$100.000 por cada día de incumplimiento.
La excusa de WhatsApp radica en una mejora de su plataforma que anunció hace unas semanas, que utiliza una poderosa forma de encriptación para proteger la seguridad de los mensajes entre los más de 1.000 millones de personas que la usan en todo el mundo. WhatsApp afirma que el mecanismo de cifrado de “extremo a extremo” que utiliza para la transmisión de los mensajes enviados por sus usuarios hace imposible que cualquier otra persona o entidad (incluso el mismo WhatsApp) diferente del destinatario de los mensajes, pueda descifrarlos. Incluso, si tuviera alguna manera de descifrarlos a solicitud de las autoridades judiciales, la empresa no almacena los mensajes que circulan por sus servidores, por lo tanto no tiene un archivo histórico de los mismos. Constatando la solicitud de los jueces en el caso de WhatsApp con los medios de comunicación “tradicionales”, deberíamos preguntarnos si tendría sentido que un juez obligara a la administración postal a guardar un registro de los remitentes de las cartas y quien las reciben, o si los operadores de telefonía fija y móvil deberían estar obligados a guardar grabaciones de cada conversación que sus abonados han cursado sobre sus redes.
Ciertas corrientes de opinión se han volcado en contra de los jueces por la manera descuidada y ligeramente desinformada con que han tomado decisiones que pueden afectar a millones de usuarios inocentes. Otros aducen que no es posible que los jueces sean “expertos” en cada tema que juzgan y que su función es velar por la aplicación de las leyes y la protección de los individuos y en esa cruzada deben usar cualquier mecanismo a su alcance para forzar a los involucrados a colaborar con la justicia. Resulta absurdo pensar que si un juez tiene que juzgar una negligencia médica, un juez debería ser experto en medicina, o si se trata de decidir si alguien es responsable por el derrumbe de un edificio, un juez tuviera que ser calculista. En teoría, el sistema judicial debería ayudarse de expertos o peritos en cada materia, para ayudar a la justicia a tomar decisiones basándose en las leyes existentes.
Lo que no se puede negar es que las circunstancias que acompañan decisiones donde la tecnología es un componente importante, son complejas y requieren la aplicación de conceptos que por actualizado que un juez se mantenga, puede en muchos casos exceder sus conocimientos. Acusar al sistema judicial de ignorancia es absurdo, lo que sí deberíamos cuestionarnos, es la forma en que sus representantes deben apoyarse en expertos que les permitan preservar la imparcialidad con que deben actuar.
Aceptar que no se sabe de algo y recurrir a un experto para asesorarse y emitir un juicio, requiere de humildad. Muchos jueces tienen que dejar la arrogancia de sus investiduras en algunos casos y reconocer que necesitan ayuda para entender los detalles del funcionamiento una tecnología y poder discernir la veracidad de los argumentos de un individuo o una compañía y determinar si existe una causa real y justa o si los mismos simplemente se están excusando en la complejidad de un sistema para no colaborar con la justicia.