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Analistas 21/09/2021

Líneas que construyen

Héctor Francisco Torres
Gerente General LHH
La República Más

Relata Irene Vallejo en su apasionante ensayo “El infinito en un junco”, que en una visita guiada al templo de Amón en Tebas hacia finales del siglo IV a.C., el viajero griego Hecateo de Abdera encontró en la biblioteca sagrada del recinto, una inscripción que decía “Lugar de cuidado del alma”.

Esta declaración refleja en si misma el valor místico que los seres humanos le hemos dado a los libros como respuesta a nuestra necesidad de cultivarnos y crecer. A ellos les debemos guerras, conjuros, obsesiones y, siempre, la posibilidad de navegar por universos que creamos cada vez que nos sumergimos en sus páginas.

El afán por saber cada vez más en menos tiempo se arraiga con fuerza y trae consigo una enorme paradoja: para acumular información con rapidez, parece imponerse la necesidad de sacrificar el encanto de la lectura sustituyéndola por podcasts, videos, imágenes o frasecitas publicadas en las redes sociales.

Aunque en ciertas ocasiones, estos cómodos recursos resultan buenos aliados de la velocidad y de la inmediatez que exige el mundo ambiguo e impredecible que hemos edificado, pueden terminar alienando el criterio y esterilizando la capacidad de forjar conceptos propios.

El riesgo se magnifica cuando el consumo de estos medios está motivado por la pereza, pues al contener ideas previamente masticadas, regurgitadas y empapadas con los sesgos de su autor, dejan poco espacio para la imaginación, el análisis y el desarrollo de perspectivas individuales.

A diferencia de muchas infografías que vienen con conclusiones incluidas (para no hablar de los trinos que, además, suelen contener insultos implícitos para quienes no comparten su contenido), las primeras líneas de los libros son invitaciones a dejarse conquistar por lo inesperado. Buscan seducir al ojeador ocasional, despertarle emociones, hacerlo reflexionar y así ocupar un espacio perpetuo en su corazón y en su memoria.

Frases como “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”; “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” o “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, han sido y seguirán siendo invitaciones para establecer un vínculo indeleble entre las emociones del lector y la riqueza de la obra.

La expresión “primera línea” ya no se refiere a estos maravillosos productos de la creatividad literaria; ni siquiera la encontramos en el contexto del añorado metro de Bogotá. Estas palabras ahora se vinculan con algunos grupúsculos que, devaluando el poder de la protesta pacífica, agreden y destruyen asumiendo el rol de tristes instrumentos de la manipulación de caudillos oportunistas que compran la libertad intelectual de sus seguidores por el exiguo precio de un casco de plástico.

Reconocer la trascendencia de la lectura como la espina dorsal de la educación, de la formación del criterio y de la tolerancia a las ideas y opiniones de los demás, debería ser el primer paso en la construcción de una sociedad más justa, equilibrada y productiva, en la que las primeras líneas recuperen su significado. Por eso debemos fomentar el cuidado del alma a través de la lectura.

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