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Analistas 02/11/2019

Trabajo y política

Gustavo Moreno Montalvo
Consultor independiente

Desde el comienzo de las sociedades urbanas, hace unos 10.000 años, la organización del poder ha tenido vínculo con la naturaleza del trabajo: la mayor parte de la humanidad habitó en el campo hasta hace un siglo, pero el poder se concentró en las ciudades con diversos grupos según la respectiva actividad: uno orientado a la guerra, otro consagrado a la relación con fuerzas superiores, un tercero dedicado al servicio personal de los dos anteriores, y un último grupo, los artesanos, cuyo papel era proveer bienes y servicios. Occidente conquistó el mundo desde el siglo XVI, con apoyo en la esclavitud. Desde el siglo XVIII comenzó en Inglaterra la revolución industrial, en cuya primera fase aumentó la productividad con la ayuda de maquinaria en el campo y en las fábricas de tejidos y de confecciones, sin incidencia significativa en las condiciones de vida de las clases trabajadoras en un principio, lo cual alimentó su inconformidad con los propietarios del capital, y dio cimiento a propuestas socialistas.

Se destacó la de Karl Marx, quien postuló que las leyes de la historia desembocarían en la formación de sociedades con una sola clase, con fundamento en la propiedad estatal de los medios de producción, para rescatar al proletariado de la opresión. Ya en el siglo XX, la línea de producción industrial auspiciada por la industria automotriz de EE.UU., que se extendió al resto del mundo con rapidez, mejoró de manera importante la situación de la mano de obra calificada en los países desarrollados. En el último medio siglo, la automatización y la capacidad creciente para procesar datos han desplazado a las personas en las líneas de producción, en tanto que la revolución logística, con fletes marítimos decrecientes, y la globalización impulsada por las comunicaciones han integrado al mundo, y puesto en peligro la estabilidad de trabajadores cuya rama industrial pierde competitividad en su respectivo mercado nacional, en muchos casos por razones diferentes de la eficacia productiva.

El flujo libre de capitales ha facilitado el comercio, pero también ha aumentado la volatilidad ocupacional, y las instituciones públicas del mundo no han generado mecanismos idóneos para asegurar el empleo digno de las clases bajas: es claro el rezago entre el diseño de los procesos públicos y la dinámica de la economía mundial. También es evidente la confusión por el crecimiento desaforado de los medios de comunicación, con apoyo en las nuevas tecnologías, con el consiguiente deterioro de las decisiones políticas que resultan del voto, lo cual, a su vez, ha impulsado la corrupción. Todo ello ha socavado la confianza de las clases trabajadoras en las instituciones democráticas: hay expectativas insatisfechas derivadas de que los esfuerzos para lograr mejor educación no se reconocen en el mercado laboral.

El crecimiento explosivo en capacidad de procesamiento de datos, el auge de la robótica, y la creatividad para programar la ejecución mecánica de procesos diversos amenaza puestos de trabajo de contenido analítico importante. Los medios, para evitar que haya creciente desigualdad, son el cultivo del sentido de solidaridad y, sobre todo, una educación pública mejor cada día. De no materializarse avances importantes y rápidos en ambos frentes, la inconformidad puede poner en peligro las precarias instituciones democráticas en todo el planeta.

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