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Analistas 13/04/2019

Planes de desarrollo

Gustavo Moreno Montalvo
Consultor independiente

Desde el gobierno de Carlos Lleras se ha asignado en Colombia gran importancia al Plan Nacional de Desarrollo para el período de cada presidente. En la época de Lleras las economías eran cerradas y las tasas de cambio fijas, el papel del sistema financiero en el mundo era mucho más modesto. Latinoamérica era, en general, mucho más pobre, y la amenaza de nuestra especie al entorno, con consecuencias potenciales muy complejas, no era tan evidente. Entre los planes de desarrollo que se han sucedido desde entonces se destacan el de Misael Pastrana, que abordaba las tareas necesarias para enfrentar las consecuencias de la urbanización del país, el de Julio César Turbay, que formulaba soluciones para integrar el país, y el de Ernesto Samper, que proponía mecanismos para mejorar las condiciones del grueso de la sociedad colombiana. No se cumplieron los propósitos.

Es necesario revisar el proceso de planeación económica, social y ambiental, porque los contextos mundiales inciden hoy mucho más que en los años sesenta, y las economías poco diversificadas, como la colombiana, sufren volatilidades por causas externas. En época del Frente Nacional el café era crucial para obtener divisas; Lleras instauró la devaluación gota a gota, efectiva para neutralizar las fluctuaciones del precio del grano. Ese sistema se agotó porque la movilidad del capital internacional aumentó con la inevitable integración de la economía mundial, sobre todo desde el desmonte de los acuerdos de Bretton Woods en tasa de cambio y convertibilidad del dólar en oro. La consecuencia práctica de todo esto fue la tasa de cambio flexible, que no refleja la productividad relativa de un país frente a sus contrapartes en el comercio internacional, pues intervienen los naturales elementos especulativos, las transferencias de emigrantes a sus familias, en nuestro caso del orden de US$7.000 millones anuales, y los precios internacionales de los productos no diferenciados. Desde hace tres lustros el peso está muy vinculado al precio del petróleo.

El objetivo de industrializar el país se ha detenido desde hace tres décadas y urge retomarlo; además hay oportunidades nuevas para aprovechar los recursos naturales como fuente de ingresos a raíz del enorme crecimiento del turismo en el mundo entero. Sin embargo, también hay una enorme deuda externa, del orden de US$130.000 millones, de los cuales más de la mitad corresponden al Estado, y cuyo servicio se encarecería si hubiera devaluación. No sería fácil anticipar las consecuencias de caída del petróleo, que podría ocurrir si se fracturara la Opec. Por ello no deja de sorprender que la Directora de Planeación Nacional hubiera elogiado hace unos meses en La República el esquema llerista de nuestras normas: en contraposición, conviene en estos nuevos escenarios adoptar mecanismos ágiles para planificar la inversión pública según la percepción de las circunstancias, y definir las prioridades según como se vislumbren las oportunidades, como hace el capital. La tarea debería cubrir al menos diez años y presentarse todos los años al Legislador para refrendación formal como acto administrativo; la inversión correspondiente al siguiente año se incorporaría en el presupuesto respectivo; además debería haber gran autonomía regional en esta materia. Debemos ser más prácticos y menos retóricos: el mundo cambia todos los días.

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