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Hace un mes, a mi hermana la atracaron con pistola. A pesar de haber denunciado el hecho ante la Policía, al día siguiente uno de los atacantes estaba merodeando el sitio donde había ocurrido el delito. La razón: era menor de edad y quedó libre inmediatamente. Una semana después, leí la noticia de que un juez había ordenado medida de detención domiciliaria a favor de alias “Chinga Harry”, pese a los 50 asesinatos de los que se le acusa. Ya había sido capturado en dos ocasiones pero había quedado en libertad por ser menor.
Estos dos casos ilustran la compleja realidad del sistema penal colombiano que busca proteger al menor, aunque abusa de la “libertad negativa” -Isaiah Berlin la define como aquella que determina que soy libre de que otros no atenten contra mis derechos-.
Jóvenes como ellos en las calles son un peligro para la sociedad. ¿Qué deberíamos hacer? En nuestro sistema, un menor de 13 años es intocable penalmente por macabro que sea el crimen. Entre los 14 y 18, la pena más alta es de ocho años para delitos graves y mantiene, una vez condenado, dicho máximo así cumpla la mayoría de edad.
En Colombia es deplorable el hacinamiento en las cárceles. Múltiples estudios apuntan a que un menor que termina en una penitenciaría de adultos es más propenso a sufrir abusos. Por ende, enviarlos a prisión aumenta la tasa de reincidencia de la población condenada que actualmente es de 16%. Además, en el estado en el que se encuentran las cárceles, la rehabilitación que se puede proveer es mínima. Al respecto, Dostoyevski escribió: “El grado de civilización de una sociedad se puede ver al ingresar a una de sus prisiones”.
La prioridad deben ser los niños criminales tanto por razones económicas -una persona que dure toda la vida en una cárcel le cuesta mucho a la sociedad-, como éticas -un menor, a pesar de ser consciente de lo que hace, aún no tiene su cerebro totalmente desarrollado por lo que el tratamiento no puede ser igual-.
En un reciente artículo de The New York Times, escrito por el experto Richard Friedman, se afirma que “el circuito del cerebro que procesa el miedo -la amígdala- es precoz y se desarrolla delante de la corteza prefrontal, sede del razonamiento y el control ejecutivo”. Se especula que esta función de control solo madura hasta los 20 años de edad.
En ese sentido, se debe estudiar cada caso y entender que lo importante no es el acto, sino la culpabilidad del menor; es decir, la intención. Debería existir un sistema de tribunales y penitenciarías juveniles que entienda que los menores criminales requieren un tratamiento especial que los rehabilite, antes de que se conviertan en delincuentes comunes.
En la última década, siete estados de EE.UU., entre ellos Massachusetts y Connecticut, han aprobado leyes que llevan a los menores ante cortes y cárceles especiales; no obstante, 55% de los estadounidenses está de acuerdo en que sean considerados como adultos. No comparto esa posición. Un estudio de Harvard encontró que lo más efectivo son los centros de reclusión en los que ellos sientan que están en su propia comunidad y promuevan la sana toma de decisiones.
Este tipo de tratamiento es el que requiere todo menor. Adicionalmente, es crucial que prevenga su peligrosidad y que las penas sean proporcionales a la intención del delincuente pero en espacios apropiados para su edad. Urge un revolcón en este tema pues no podemos tener más “Chinga Harry” en las calles.