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Para que los sueños de los seres humanos dejaran de ser quimeras, solo se necesitaba tiempo, una cantidad significativa de datos, memoria de máquina y velocidad de procesamiento: elementos que hoy comienzan a conjugarse, aunque sea de forma incipiente.
La recolección de datos ha sido una práctica milenaria, pero su gestión eficiente solo se ha vuelto posible en tiempos recientes, cuando gobiernos y grandes corporaciones han comprendido plenamente su potencial.
La memoria, por su parte, no debe entenderse únicamente como la capacidad de almacenar información, sino como la rapidez con la que está puede ser recuperada, cruzada y articulada con otros datos.
Y la velocidad de procesamiento, como ya lo advirtiera Gordon Moore en su célebre ley, ha seguido un patrón de crecimiento exponencial: “el número de transistores en un chip se duplicará aproximadamente cada dos años, mientras que el costo de los ordenadores se reducirá a la mitad”.
Este encuentro de causalidades ha provocado que, en estos primeros 25 años del siglo, se haya dado un crecimiento singular en la tecnología, detonante de inteligencias artificiales capaces de intervenir procedimientos en todos los sectores de la economía y en la vida cotidiana de las personas.
Según un análisis del McKinsey Global Institute, se estima que la IA generativa podría automatizar entre 21,5% y 29,5% de las horas trabajadas en la economía de Estados Unidos para 2030. Con sus bondades y riesgos, la IA nos invita a una fiesta que promete automatizar tareas arduas y complejas que antes llevaban días o años, para resolverlas ahora en tiempo real. Y así, paradójicamente, nos entrega algo que habíamos perdido: tiempo. Tiempo para hacer cosas que no necesariamente son trabajo. Una bondad que solo los obstinados podrían debatir.
Sin embargo, cabe preguntarnos: ¿estamos preparados para dejar de ser trabajo-dependientes?, ¿tenemos fórmulas viables para garantizar una vida financiera sin afugias?, ¿tendremos ropita suficiente y adecuada para esta gran fiesta a la que nos invita la IA?, ¿podremos reinventar el ocio, sacándolo de su concepción perversa de holgazanería, llevándolo a un momento creador de nuevas realidades? De nada sirve que la tecnología avance si las estructuras sociales, culturales y económicas no se transforman con ella.
No se trata solo de tener algoritmos inteligentes, sino también de encontrar la forma adecuada en la que queremos relacionarnos con la máquina, apelando siempre a la ética y sin olvidar esas preguntas claves que han movido a la humanidad desde sus orígenes: la libertad, la justicia, la felicidad, para lo que sería conveniente escucha voces como la Byung-Chul Han, quien sentencia que: “la tecnología digital no nos libera, nos somete a un régimen de eficiencia, control y vigilancia”, señalando que el progreso técnico puede volverse una forma sutil de dominación si no va acompañado de una transformación ética y política.
Tal vez la fiesta de la inteligencia artificial ya empezó… pero aún no todos sabemos si fuimos invitados o si tenemos cómo llegar.
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