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Ingenuamente, la mayoría de las personas son extremadamente celosas con la información tradicional: el nombre, el número de identificación, la dirección del hogar o el teléfono, guardando estos datos como si no reposaran ya en una multiplicidad de formularios, bases de datos e inscripciones. Esta información hace tiempo que dejó de ser estrictamente privada para volverse de conocimiento público. Sin embargo, esta misma cautela desaparece por completo al interactuar con el ecosistema digital: a diario y a toda hora, realizan búsquedas y comparten detalles íntimos en una red en la que, equivocadamente, creen gozar de total privacidad.
Como migajas de pan fácil de rastrear, sus búsquedas son el camino más revelador. Preguntan a la red sobre sintomatologías médicas, cómo superar afugias financieras, cómo vencer miedos o configuran patrones de scrolling en redes sociales como: Facebook, Instagram y TikTok, estas informaciones, combinadas, permiten generar sin dificultad esquemas de perfilamiento psicológico con los que se pueden realizar procesos de manipulación silenciosa conducentes a realizar acciones involuntarias o completamente dirigidas.
Cada vez que se dan de alta en una nueva aplicación, hacen una entrega a un algoritmo informático, renunciando a su privacidad, máxime si el producto es “gratuito”. Hay una máxima digital ineludible: cuando algo es gratis, el producto es usted. El negocio de quien ofrece el servicio no es el que realmente creemos; su negocio es encontrar las llaves que abren las puertas de la vida de las personas. Estas llaves son luego ofertadas al mejor postor de forma tan abierta como quien vende bebidas “energizantes” en un semáforo.
La transformación de datos en mercancía es una empresa que las personas alimentan día a día. Se ha pasado de buscar la intimidad en mansiones cerradas a una sobreexposición en las redes, donde nada se guarda. La necesidad de reconocimiento y de un like hace que las personas desnuden su vida: sus lujos, sus carencias, sus perversidades y su vulgaridad. En la red todo vale. El filósofo Guy Debord ya advertía que en la modernidad tardía: “Todo lo que fue directamente vivido se ha alejado en una representación”. Se cree que esta exhibición es como una de las viejas vitrinas de Ámsterdam, donde las mujeres mostraron su sensualidad protegida por un cristal; sin embargo, las pantallas no tienen ese efecto; su protección es débil y completamente vulnerable.
Si la intimidad es la soberanía sobre el propio mundo interior, la pérdida de ese espacio de reserva no solo nos convierte en un producto, sino que nos arrebata la capacidad de la reflexión auténtica y del “cuidado de sí”. El verdadero reto hoy no es proteger nuestra cédula, sino recuperar la intencionalidad en el uso de la tecnología, volviendo a valorar el silencio y la existencia no compartida. Si cada acción que realizamos es observada y catalogada, si nuestra vida se reduce a ser una representación para el consumo ajeno y la manipulación algorítmica, la pregunta obligada es: ¿existe aún una acción puramente libre o una decisión verdaderamente íntima que nos pertenezca solo a nosotros?
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