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El Congreso aprobó el Presupuesto General de la Nación, PGN, 2026 por $546,9 billones.
Aun con un recorte de $10 billones frente al proyecto inicial, el Presupuesto mantiene un vacío de financiamiento superior a $16 billones, condicionado a una reforma tributaria cuya aprobación luce políticamente inviable. En otras palabras, el Congreso avaló un gasto sin fuentes de ingreso aseguradas, dejando al Ejecutivo la puerta abierta para endeudarse más.
El Presupuesto 2026 sintetiza lo que han sido los cuatro años del gobierno Petro en materia fiscal y territorial: presupuestos crecientes, alto gasto, ingresos insuficientes, déficit alto, baja ejecución y un marcado proceso de recentralización del gasto público.
Entre 2022 y 2026, el Presupuesto Nacional pasó de $350 billones a $547 billones, un salto de 56 %, con un crecimiento promedio anual de 12%, el más alto de los últimos cuatro periodos presidenciales. Ningún gobierno reciente había expandido el gasto a ese ritmo: Santos lo hizo en 8% en su primer mandato y 4% en el segundo; Duque, 10%, impulsado por la pandemia. Petro los superó, pero sin fortalecer los ingresos.
El recaudo tributario creció apenas la mitad -alrededor de 6% anual-, mientras la deuda del Gobierno Nacional Central aumentó en más de $300 billones, superando los $1.100 billones, cerca de 62% del PIB. Es decir, el gasto se financió con deuda, no con ingresos, dejando un Estado más grande pero más frágil.
A pesar de ese aumento, la inversión pública se redujo: en 2026 representa solo 16% del presupuesto total, la cifra más baja en una década. En los gobiernos de Santos y Duque el promedio fue cercano a 20%, mostrando un giro hacia un gasto concentrado en funcionamiento y burocracia, y no en proyectos productivos ni territoriales.
También retrocedió la descentralización. Solo 78% de los recursos de inversión están regionalizados, la proporción más baja desde 2010. En los gobiernos anteriores el promedio fue 81%, lo que confirma una tendencia de recentralización del gasto y pérdida de autonomía territorial.
Más grave aún, la distribución regional del presupuesto carece de lógica técnica. Las asignaciones no reflejan variables como población, pobreza, infraestructura o aporte económico de cada territorio al PIB. La región Pacífico, por ejemplo, sigue siendo la más pobre y la que menos recursos recibe por habitante, lo que contradice el discurso de equidad territorial. El mapa de inversión revela que las brechas entre regiones no se cierran, y este gobierno profundizó esa desconexión entre diagnóstico y asignación.
A esto se suma la baja autonomía territorial. Los municipios y departamentos siguen dependiendo de la Nación para ejecutar proyectos, sin capacidad real de orientar los recursos según sus prioridades. La mayoría de fondos que llegan a las regiones son gastos de funcionamiento, y los de inversión están sujetos a múltiples restricciones. Los gobiernos locales terminan siendo tramitadores de gasto, sin margen para promover desarrollo.
Una verdadera descentralización no solo debe reflejarse en los presupuestos. Supone que los entes territoriales puedan decidir sobre la inversión, impulsar proyectos propios y coordinar sus estrategias con las nacionales. También requiere fortalecer la capacidad técnica y la presencia regional de las entidades del Estado, para acompañar la formulación y ejecución de proyectos de impacto.
La conclusión es diciente: el Gobierno amplió el gasto sin respaldo fiscal, concentrando el poder presupuestal en el centro del país.
El resultado es un Estado con más deuda, menos inversión y un modelo fiscal que, bajo la bandera de la equidad, termina debilitando la descentralización y la capacidad de desarrollo regional.
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