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Analistas 25/09/2015

La paz en juego

Edgar Papamija
Analista
La República Más
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Imposible no manifestar una opinión sobre lo acordado en la Habana entre el Gobierno y la guerrilla de las Farc. Es necesario reconocer que definitivamente hay en las partes un deseo de formalizar un acuerdo. En primer lugar está el Gobierno, en cabeza de un jugador que, por primera vez, sabe que está jugando restos y que frente a tamaña apuesta, no puede cañar con par jotas. En segundo lugar la guerrilla; tan amiga de jugar “tapado” y “sangriento”, por primera vez siente que su juego es predecible pues los ases están sobre la mesa y sabe que no puede hacer nada diferente a jugar limpio, pues hacer lo contrario, es imposible. 

Así las cosas,  se abordaron los tres elementos cruciales de la negociación: la justicia aplicable al proceso, la desmovilización y el desarme; y el enfoque es satisfactorio. Todo indica que estamos en el punto de no regreso. Los tiempos están agotados y la opinión, excluyendo a quienes se oponen terca y temerariamente a cualquier salida negociada, no aguanta una prolongación indefinida de la partida. Hasta el Papa Francisco, poniendo una talanquera muy alta, cuando dijo con propiedad que no teníamos derecho a permitirnos un fracaso más, delimitó el campo de juego.

La pregunta que nos hacemos quienes intentamos ponerle el pulso a la opinión es, si esas salvedades y prevenciones de quienes se creen voceros de sectores sociales, económicos o políticos, consultan los intereses de las mayorías silenciosas de que hablara Richard Nixon. Personalmente tuvimos la oportunidad de recorrer remotos campos de la geografía colombiana, cruzando caminos con la guerrilla, como contradictores políticos o como sus rehenes; en esas circunstancias, fue impresionante percibir la vulnerabilidad e indefensión de las gentes del campo cuya capacidad de resistencia producía estremecimiento pues no era fácil entender cómo no claudicaban ante una fuerza armada que imponía su ley, ante la total ausencia de un Estado arrinconado e impotente, incapaz de garantizar sus derechos. 

Es preciso haber sentido el silencio infinito de las noches del abandonado campo colombiano o haber oído los relatos increíbles de los campesinos que por muchos años recorrieron sendas infinitas, sin ningún destino, con sus hijos y con su patrimonio a cuestas, huyéndole a la muerte o tratando de encontrar la vida, unas veces bajo la égida de los partidos tradicionales, otras sobre la entelequia del marxismo, y no pocas al lado de los curas y de la Iglesia, para entender que, tras una vida de frustraciones y  con varias generaciones perdidas,  ven hoy, por primera vez, una luz al final del túnel. 

Tengo la certeza absoluta de que millones de hombres y mujeres, víctimas directas o indirectas de esta guerra absurda, miran esperanzados hacia la Habana y dudo mucho que se sientan interpretadas por quienes le apuestan al fracaso sobre la base de tecnicismos jurídicos, rigideces mentales, mesianismos, mezquindades y temores ciertos o figurados frente a  Organismos internacionales. 

La presentación de la Habana, fue seria y ponderada, y hasta quienes teníamos ciertas reticencias frente al estilo Santos, de acomodado pragmatismo, tenemos que reconocer que juega pesando  en el patrimonio común de los colombianos más que en su propio capital político que, por cierto, luce agotado, para tranquilidad de sus malquerientes.

Hay que apostarle a la paz que está en juego pero que no es un juego. Los hombres de empresa de este país tienen que tener la certeza, como lo han dicho algunos, que la paz es el mejor negocio del momento. 

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