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Analistas 23/04/2012

Infierno y paraíso

Edgar Papamija
Analista
La República Más
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Definitivamente nuestro tropicalismo es inocultable. Tenemos una capacidad histriónica innata, talvez producto de tantos años de desventuras que nos llevan a actuar con total naturalidad, para no dar la más mínima impresión de que la realidad de nuestro país es, en muchos aspectos, bien diferente a lo que ven nuestros amables visitantes, dejando claro, para el consumo interno, que la procesión va por dentro.
La famosa Cumbre de Cartagena que convocó nuestro Jeep Set, fue sin lugar a dudas un derroche de organización, pulcritud y elegancia. Se lucieron, para no molestar a sus organizadores, que hicieron un esfuerzo, medianamente compensado, por  realizar un evento que nos permitió, como creo que lo logró, trasmitir al exterior un mensaje de seguridad, de confianza, de fe en el futuro. Si eso se logró, como creo que ocurrió, debemos reconocer que la platica, que fue bastante, no se perdió totalmente.
La Cumbre marcó el punto de inflexión de nuestra política externa que tuvo en el pasado Gobierno el punto más bajo. Uribe logró aislarnos del contexto suramericano. Tuve la oportunidad de sentir en carne propia la mirada desconfiada de su diplomacia que no entendía que la política externa se manejara con el mismo rasero de nuestra política interna, transversalizada por nuestro conflicto que supeditó toda la acción del Gobierno a combatirlo, con relativo éxito, pero que pretendió, equivocadamente, exigir al vecindario que pensara y actuara con los mismos criterios. Lo mismo que se hizo internamente al convertir en terrorista a los críticos del Gobierno, se pretendió y se hizo en el campo exterior. Hoy nuestra situación es bien diferente y es innegable el cambio, aunque es exagerado creernos los líderes de la región. En resumen, los resultados no fueron tan buenos como dice la Ministra ni tan malos como dice Pastrana.   
Tengo la impresión que los verdaderos efectos positivos, tendrán que verse en el mediano plazo, como resultado de la decisión de mostrar un cambio en las reglas de juego internas y externas.
Las preocupaciones aparecen al día siguiente, cuando hay que tomarse las píldoras amargas. Nuestros gobernantes y nuestros empresarios, dejan la sensación de que eventos como el de Cartagena, les hacen olvidar que nuestros problemas no se detienen sino que avanzan ineluctable y peligrosamente. Al mismo tiempo que Santos sollozaba en Cartagena, miles de colombianos estaban con el agua hasta el cuello, por la ola invernal y por la irresponsabilidad y negligencia de los entes gubernamentales. Paralelamente El Consejo Noruego de refugiados producía un informe, que debía hacer llorar a todos los colombianos, pero especialmente a nuestra clase dirigente que asistía a los banquetes en la Heroica. El documento confirma que hay entre 3.9 y 5.3 millones de compatriotas que sufren desplazamiento y nos colocan, eso sí, como los líderes en el mundo en este terrible flagelo, por encima de Iraq, Sudán, Congo y Somalia. La mayoría de desplazados son jóvenes y niños, de los cuales el 6.6% son indígenas y el 23% afrocolombianos. El fenómeno no se detiene, y solamente en el 2011, Bogotá recibió 11.000 víctimas y Medellín 15.000.
Reconoce el Concejo Noruego el esfuerzo colombiano con la aprobación de la Ley de Víctimas, pero el país siente que no se hace lo suficiente frente a una catástrofe que involucra a más del diez por ciento de la población. ¡Con cuánta facilidad vivimos entre el infierno y el paraíso!.

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