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El debate contemporáneo sobre el papel de la educación superior suele oscilar entre dos posiciones reduccionistas: por un lado, quienes consideran a la universidad una institución lenta y rezagada frente al ritmo de la transformación tecnológica; por otro, quienes sostienen que su función principal es proveer habilidades para la inserción casi inmediata al mercado laboral. Ambos enfoques desconocen la complejidad de los procesos formativos y sus implicaciones para el desarrollo económico, social y humano. En este marco, los aportes de dos premios Nobel en Ciencias Económicas -Gary Becker (1992) y Amartya Sen (1998)- ofrecen marcos conceptuales para comprender por qué la universidad sigue siendo una institución esencial para el desarrollo de las sociedades.
Desde la perspectiva del capital humano de Becker, la educación constituye una inversión cuya rentabilidad se expresa en mayor productividad, mejores ingresos y crecimiento económico. Sin embargo, en un entorno marcado por la evolución acelerada del conocimiento y la automatización, las competencias técnicas son de rápida obsolescencia. Ingresar y mantenerse en el mercado laboral se dificulta. Por ello, la responsabilidad del sistema educativo no es solo la transmisión de saberes, sino la ampliación de capacidades que permiten aprender durante toda la vida y así adaptarse a contextos cambiantes.
Aquí, el enfoque de capacidades de Amartya Sen resulta fundamental, pues introduce una inflexión analítica crucial: el desarrollo no se reduce a la disponibilidad de recursos o habilidades, sino a las libertades reales que poseen las personas para “ser y hacer” aquello que tienen razones para valorar. En el ámbito educativo, esto se traduce en la capacidad de agencia -la capacidad de “aprender a aprender”-, elemento central para la autonomía intelectual y profesional. Tales capacidades dependen no solo de las cualidades individuales innatas o adquiridas, sino de condiciones sociales, institucionales y ambientales que permitan convertir el aprendizaje en funcionamientos valiosos.
En suma, mientras Becker señala que la educación es una inversión con retornos económicos y sociales, Sen subraya que el desarrollo humano se mide por la libertad real de las personas para transformar su aprendizaje en vidas que valoran. La universidad del siglo XXI debe operar en esta doble lógica: producir capital humano pertinente para una economía en transformación y, simultáneamente, cultivar capacidades humanas que fundamenten el desarrollo sostenible e inclusivo.
En consecuencia, la educación superior no puede interpretarse únicamente como mecanismo de inserción laboral, sino como espacio de construcción de capacidades fundamentales para la vida democrática, la movilidad social y la innovación. En contextos como el colombiano, caracterizados por desigualdades estructurales, brechas territoriales y transiciones productivas incompletas, esta función resulta particularmente crítica. Las universidades, además de producir conocimiento, amplían horizontes de vida, fortalecen la cohesión social y contribuyen a la consolidación de la ciudadanía.
Esto implica promover modelos curriculares flexibles, fortalecer la investigación, ampliar el acceso, integrar tecnologías emergentes con sentido pedagógico y garantizar entornos institucionales que potencien la agencia y el aprendizaje autónomo. Esta perspectiva es, además de deseable, indispensable para construir futuros colectivos en sociedades complejas como la nuestra.
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