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Se cumplen seis años de la vigencia del TLC suscrito entre Colombia y los EE.UU. y en general la valoración que se hace de su éxito está en función del saldo de la Balanza Comercial. Como cualquier correligionario del señor Trump, algunos analistas se limitan a ver cuál es el saldo de balanza y, si este es positivo, lo alaban; de lo contrario, lo condenan y alertan sobre futuros acuerdos comerciales.
Para apartarse de esta limitada visión de los acuerdos lo primero que cabe preguntarse es la razón por la cual Colombia decidió firmar este acuerdo. Como sabemos, al momento previo a este acuerdo Colombia en virtud de una concesión unilateral de los Estados Unidos (Aptdea), tenía acceso sin arancel en casi la totalidad del universo arancelario al mercado de los EE.UU.
Siendo esto así, qué ganábamos con un tratado en el cual nos daban en el mejor de los casos eso mismo, pero a cambio de abrir nuestro mercado. Primero hay que anotar que esa concesión, por ser unilateral y ligada al control de cultivos ilícitos, estaba de manera permanente en vilo y los floricultores y confeccionistas esperaban con preocupación y ansiedad la posible descertificación año tras año, con la cual no se renovarían esas preferencias.
Muchas veces estos dos renglones de nuestras exportaciones entraron al mercado norteamericano con aranceles que una vez se renovaban las preferencias en el Congreso, se les reembolsaban los aranceles pagos.
Mientras tanto México, Chile y los países centroamericanos suscribieron tratados con los Estados Unidos y muchas de las industrias, particularmente las de confecciones, se fueron trasladando a países como Salvador donde las preferencias, a diferencia de las precarias nuestras, eran permanentes.
Nos empezamos a quedar rezagados o dicho en otros términos, a perder competitividad frente a otros países de la región en el mercado del norte y suscribir un tratado se convirtió en un necesidad si no queríamos desaparecer del todo.
O sea que firmamos porque tocaba. Hoy sería impensable que entrara el aguacate Hass colombiano a competir con el peruano y mexicano sin tratado. Nuestras flores competirían de manera desventajosa con los cultivos de Costa Rica y lo poco que queda de confecciones hubiese desaparecido.
Pero no solo se trató de neutralizar la competencia, sino de abrir nuevas puertas que van más allá de los aranceles y del saldo de la balanza que se mueve al vaivén de los precios del petróleo. Primero está el tema de la inversión. Este tratado tiene un capítulo que hace las veces de tratado de inversión y no hay duda que un marco como el del tratado ha traído “confianza inversionista” y mayores flujos de comercio.
Otro aspecto fundamental son las “Normas de Origen” que permitirían que Colombia se convirtiera en un eslabón importantes en cadenas de producción con destino a los EE.UU., lo cual no ha sucedido. Tener este tratado significa ante el mundo un reconocimiento al cumplimiento de normas internacionales y un aval para ganar credibilidad en otros mercados, a la vez que nos ha permitido acceder a materias primas y maquinarias que han hecho nuestra industria más competitiva.
El problema con este tratado, y los otros, no son los tratados sino nuestra incompetencia para ganar acceso real en materia fitosanitaria y para atraer inversiones que permitan la inserción en cadenas globales de valor. Nada sacamos con tener el mejor tratado si no hacemos la tarea. La tradicional excusa para no hacer la tarea es ¡¡¡echarle la culpa al gringo!!!