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De acuerdo con el más reciente informe publicado por la Ocde, Trends Shaping Education 2025, la educación no se transforma por inercia. Lo hace bajo la presión simultánea de crisis globales, transiciones tecnológicas y cambios culturales profundos. Los datos son elocuentes y muestran que la manera en que los sistemas educativos respondan a estas tendencias definirá no solo la competitividad de las economías, sino también la cohesión social y la salud democrática de nuestras sociedades.
El primer factor proviene del escenario geopolítico. Tras décadas de “dividendo de paz”, el gasto militar en la Ocde, que había descendido a 1,49% del PIB en 2021, alcanzó máximos en 2023. Cada punto adicional destinado a defensa reduce el margen de inversión en educación, salud o innovación. Al mismo tiempo, los desplazamientos humanos siguen en aumento. Las solicitudes de asilo en los países de la Ocde crecieron 39% entre 2020 y 2022 respecto a la década anterior.
Los sistemas escolares reciben así poblaciones estudiantiles más diversas y vulnerables, y se enfrentan al desafío de garantizar cohesión en sociedades que ya muestran signos de fragmentación.
El segundo factor es económico y laboral. Los empleos verdes aumentan mientras los vinculados a actividades contaminantes declinan. Sin embargo, el desajuste de competencias amenaza con frenar la transición. La inteligencia artificial es el ejemplo más claro. Aunque todavía representa una fracción pequeña del empleo total, las ofertas laborales relacionadas con esta tecnología crecen a doble dígito anual. En contraste, en muchos países menos de 20% de los adultos declara tener dominio avanzado de competencias digitales. La escuela no puede limitarse a enseñar el uso de dispositivos. Tiene que formar ciudadanos capaces de gobernar la tecnología con criterio y responsabilidad.
La transformación del trabajo también reconfigura lo social. El teletrabajo, que antes de 2020 era marginal, hoy es práctica habitual para más de 25% de los trabajadores en economías avanzadas.
Paralelamente, los jóvenes retrasan cada vez más su independencia económica. En varios países europeos, más de 30% de los menores de 30 años continúa viviendo con sus padres. Este fenómeno refleja la dificultad de transitar hacia la adultez y coloca sobre la educación la responsabilidad de reforzar competencias de resiliencia, adaptabilidad y ciudadanía activa.
Un tercer factor se observa en las dinámicas políticas y culturales. Mientras la participación electoral desciende, las movilizaciones sociales crecen. Movimientos como Fridays for Future o Black Lives Matter muestran que las nuevas generaciones no son apáticas, sino que buscan canales alternativos de incidencia. La digitalización, sin embargo, ha multiplicado la desinformación y los discursos polarizantes. En un entorno donde la confianza en la prensa se erosiona y las cámaras de eco dominan el debate público, la alfabetización mediática y el pensamiento crítico se convierten en competencias indispensables.
El último factor es la salud física y mental. La ansiedad y la depresión entre adolescentes superan los niveles previos a la pandemia y las adicciones digitales avanzan con rapidez. Aunque la mortalidad por suicidio ha disminuido en promedio en los países de la Ocde, las escuelas enfrentan vulnerabilidades nuevas, menos visibles, pero igual de disruptivas.
En síntesis, los números no mienten. Conflictos que desplazan a millones de personas, economías que demandan habilidades inéditas, democracias tensionadas por la polarización y generaciones enteras con síntomas crecientes de malestar mental. Las tendencias que modelan la educación no son opciones para considerar, sino fuerzas estructurales que interpelan directamente el diseño curricular, la profesionalización docente y la inversión pública. La cuestión es si la educación seguirá reaccionando a los cambios o asumirá el liderazgo estratégico de anticiparlos y moldearlos.