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Roma entendía algo que nosotros, 2.000 años después, todavía no terminamos de aprender: que el liderazgo no se mide por el ruido que genera, sino por el equilibrio interior de quien lo ejerce. Los romanos admiraban dos virtudes que parecían opuestas, pero que en realidad eran complementarias: gravitas y levitas. La primera daba peso, la segunda ligereza.
La gravitas era el alma de la responsabilidad. Era la actitud de quien no usa el poder para sí, sino para servir. Significaba tener un centro moral, una compostura que no se derrumba ante la presión ni se infla con la adulación. Un líder con gravitas inspira confianza no porque hable fuerte, sino porque actúa con coherencia, tiene convicciones profundas y las defiende con serenidad.
Pero tan necesaria como la gravitas es la levitas, esa virtud que en Colombia escasea en la gran mayoría de sus líderes. La levitas es la capacidad de mantener el espíritu ligero cuando el entorno se vuelve pesado. Es una forma de inteligencia emocional que combina humor, humildad y empatía. El líder con levitas no se toma demasiado en serio a sí mismo, entiende que la risa también puede ser una forma de sabiduría.
Un presidente con levitas sabe escuchar sin sentirse amenazado, acepta la crítica como parte natural del debate y no convierte cada desacuerdo en enemistad. No necesita un coro de aduladores ni el aplauso constante para sentirse legítimo. La levitas le permite mantener la perspectiva, evitar el resentimiento y conservar la calma cuando la tempestad política arrecia. En el fondo, la levitas es una defensa contra la vanidad: protege al líder de creerse indispensable. Nos hemos acostumbrado a políticos con gravitas impostada, llenos de solemnidad y escasos de ligereza. Hablan como si todo dependiera de ellos, y cualquier chiste les parece una ofensa. Esa ausencia de levitas los vuelve frágiles, encerrados en su propio ego, incapaces de conectar con la gente que dicen representar.
El poder, para ser saludable, necesita de las dos. Gravitas para sostener el rumbo, levitas para mantener la cordura. Una te ancla, la otra te eleva. Una sin la otra lleva al desastre: la seriedad sin humor se vuelve tiranía del ego, la ligereza sin sentido del deber se convierte en espectáculo vacío.
Quizás lo que Colombia más necesita en 2026 no es un genio ni un redentor, sino un presidente que entienda esa dualidad. Alguien capaz de tomar decisiones difíciles sin perder la empatía, de escuchar sin miedo, de reír incluso en medio del estrés diario. Un líder que no crea que todo gira a su alrededor, sino que recuerde que el poder, al final, es un préstamo temporal. La gravitas le dará firmeza para enfrentar los desafíos, la levitas, humanidad para no endurecerse. Porque gobernar también es una forma de educar. El país que tengamos mañana dependerá del ejemplo que dé quien lo dirija: si muestra equilibrio, el país aprenderá a buscarlo, si muestra arrogancia, el país la imitará.
Colombia no necesita un presidente perfecto. Necesita uno íntegro, sensible y libre del ego que devora a tantos. Uno que tenga gravitas para resistir la tormenta, y levitas para mantener la sonrisa. Porque el poder, bien entendido, no se lleva con peso de hierro, sino con el peso justo… y con un poco de ligereza para no olvidar que también somos humanos.
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