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Analistas 12/08/2013

Nada se toca

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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La tasa anual de deforestación en el país, publicada esta semana por el Ministerio de Ambiente y el Ideam, indica que algo positivo está sucediendo: la tala se ralentiza. Probablemente un efecto combinado del descenso del área cultivada de coca, la crisis del sector agropecuario y el traslado de sus intereses a ecosistemas no boscosos como la Orinoquia. Tal vez, hay que pensarlo, resultado de la gestión de las autoridades ambientales y una conciencia creciente entre la ciudadanía.
 
En efecto, podría pensarse que la cultura ciudadana está cambiando, ya que, al menos en nuestras ciudades, es prácticamente imposible tumbar un árbol, así se esté exponiendo a la gente a un gran riesgo con su caída, esté enfermo, mal ubicado. Para una parte de las sociedades urbanas emergentes, los árboles se están convirtiendo en sagrados por el mismo mecanismo con el cual las vacas lo hicieron en India: su escacez relativa (la demanda de carne era imposible de satisfacer siquiera para una minoría de la población, dijo Marvin Harris) hizo que socialmente valiesen más vivas que sacrificadas. En este caso, los árboles son el referente vital para generaciones que no salen del cemento al bosque y para quienes, comprensiblemente, cada milímetro de verde amerita un combate. 
 
Pero lo cierto es que el mundo cambia permanentemente, los árboles y los bosques envejecen. Los eucaliptales de los cerros orientales de Bogotá, referentes culturales de la ciudad, fueron una etapa de su historia, pero no pueden persistir por siempre y si no actuamos a tiempo para remplazarlos, con afecto y respeto, la renovación natural lo hará, con violencia. Y el acto de cortarlos no constituye deforestación.
 
En la mente colectiva, sin embargo, estas situaciones se han convertido en fuente de un esquizofrénico mundo de naturalezas, una enfermedad inhabilitante, en la cual, por un lado, nada se toca, pues afecta el “medio” ambiente, a menudo de maneras misteriosas, y por el otro, hay que suplir, así sea con los ojos cerrados, las también a veces nebulosas necesidades de una población creciente. Gracias a ello, los temas ambientales están cayendo en un cierre discursivo terrible: cada quien tiene su lista de determinantes ecológicos no negociables, que enfrenta, con un maremagnum de preceptos y recomendaciones a su contraparte de ventas y publicidad asociadas con el modelo de desarrollo. Una batalla mítica que deja atrás  al Estado, que no dice mu, pues está ocupado en garantizar el próximo año, no el futuro. Una batalla de “éticas ligeras”, por demás,  en la cual no hay términos medios y hablar de gestión ambiental, como de la paz, es atrincherarse: las empresas acuden al “greenwashing” y a una visión floja de la sostenibilidad, y los activistas se envuelven en banderas cuyas historias o fundamento ignoran, buscando reconocimiento, adrenalina, el cielo. O puestos. 
 
Hemos llegado al punto en que un intelectual reconocido niega el cambio climático para atacar una administración que no le gusta, se cuestiona la innovación ambiental por cuestionar el “monstruo” empresarial, o se utilizan ciertas formas de ambientalismo para servir propósitos meramente ideológicos. Tirando el bebé, la bañera y el agua. 
 
En un momento en el que todos los rellenos sanitarios del mundo están llenos o a punto de reventar y nadie quiere más rellenos cerca, ni minería, ni actividades petroleras, ni hidroeléctricas, mucho menos antenas o líneas de transmisión llenas de “electromagnetitos”, cuando nadie quiere deforestación, y si tenemos bosques, no quiere cacería, ni pesca, ni tala, ni actividades extractivas, cuando nadie quiere comer agroquímicos, ni nada monocultivado, ni que emita CO2, ni que sea transgénico, ni que venga de lejos (con o sin TLC), ni que sea procesado o “tenga químicos”, cuando ya tampoco queremos vacunas,  tenemos que preguntarnos, a fondo, si la suma de estos preceptos constituye una politica “per se” o sólo es el idílio, ese sitio poético e imaginario donde no asumimos ninguna responsabilidad y nos arrunchamos, bucólicos, en los sabios brazos de la madre tierra.  Y donde si inventaramos de nuevo el fuego, no habría modo de usarlo, pues no obtendría licencia ambiental. La esquizofrenia está servida.

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