.
Analistas 27/09/2022

Latifundio, monocultivo, madre tierra

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más

Hay que revisar con el lente de varias ecologías, si se quiere, las dos palabras favoritas del vocabulario agrirrevolucionario de todos los tiempos, latifundio y monocultivo, ahora pegadas a la poderosa invención cultural de la Pachamama, de origen tan andino como los imperios donde se consolidó. El motivo, las invasiones de tierras, promovidas fervorosamente con afiches de ríos y selvas de riqueza biológica colorida e infinita e imágenes más maternales que emancipadoras de la mujer, que no parecen compaginar mucho con las utopías agraristas que poco han sido amigables con esos mismos ríos y selvas, evidencia de las distancias entre los pensamientos amazónicos y los andinos.

En el proceso de la nueva reforma agraria planteada por el gobierno actual, y que parte del reconocimiento de la inmensa deuda que tenemos l@s colombian@s, hoy más urbanitas que nunca, con la población rural y la biodiversidad, hay diferentes modelos para armar, ojalá con perspectiva de futuro y no tanto de pasado, sabiendo que los humanos somos tan adictos a las ideas como al azúcar, que exalta o enceguece. Lati y mono son prefijos para una condición empírica (fundo, cultivo), que no deberían implicar una carga obvia o única de significado social o ecológico y no se deberían utilizar nunca sin el contexto que invocan: lo “lati” o “mono” es una condición que resulta del ejercicio comparativo: un maizal de una hectárea es, siempre, un monocultivo y puede hacer parte de un gran fundo cuando muchos predios rurales distantes en las montañas por ejemplo, hacen parte de una propiedad dispersa. La escala y el modo, pues, lo son todo. Cien hectáreas de maíz, o mil de palma pueden hacer parte de un paisaje lleno de biodiversidad, si su diseño lo promueve, y este diseño puede ser obra de un colectivo agrarista o de un propietario individual: al final es el jaguar el que verificará la integridad del territorio y las perspectivas de sostenibilidad, equidad y capacidad adaptativa de la gente, mono-poli-lati-mini a su propia creación. Ni los resguardos selváticos o territorios afro son latifundios improductivos, ni las plantaciones forestales símbolo de insostenibilidad, ni los complejos minifundistas implican conservación del agua y diversidad biológica.

La gran propiedad, si logra liberarse de la codicia y el modelo extractivista y colonial que la ha dominado, permite organizar mosaicos donde los procesos ecosistémicos tienen más garantías, si se alinea con políticas y objetivos sociales concertados en otras escalas; la responsabilidad ecológica de la propiedad es parte del acuerdo fundamental de nuestra convivencia. En contraposición, la fragmentación predial requiere acuerdos complejos entre múltiples agentes/actores para no devastar la biodiversidad en aras de la supervivencia cotidiana, y aunque favorece la construcción colectiva de conocimiento, a menudo solo se relaciona con una reducida variedad de especies locales con las que se comparte el territorio agroalimentario. En ambos sentidos, la sostenibilidad de la ruralidad debería partir del reconocimiento de todos los servicios ecosistémicos, tangibles e intangibles, en un espacio tributario ecológico que valorare selvas y humedales en los territorios y no incite a su destrucción con un equívoco concepto de productividad. La vida silvestre no es ociosa y la madre tierra de seguro puede negociar muchas alternativas que concuerden con esa idea de paz total que, a sus faldas, ojalá más ecofeministas, se promueve.

Conozca los beneficios exclusivos para
nuestros suscriptores

ACCEDA YA SUSCRÍBASE YA