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Analistas 13/04/2016

La trampa de la integridad

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Así como hablé de la ilusión de la conectividad ecológica, debo referirme a la noción de integridad en términos similares, pues la búsqueda de la misma se ha constituido en una especie de grial de la conservación y manejo de los ecosistemas sin entender bien su significado o alcances.

La integridad, en su acepción más amplia, representa la propiedad fundamental que garantiza el funcionamiento más o menos autónomo de un sistema, sea una empresa, una comunidad humana o una laguna. Dependiendo de la complejidad, la presunción de que todos sus elementos juegan un papel equivalente en el mantenimiento de sus propiedades e identidad no es adecuada. Qué tanto las funciones sistémicas son propiedades emergentes y relacionales, define cuándo y de qué manera prescindir de uno o varios de ellos puede llevar al colapso, o cuando reemplazar uno o adicionarlo, a una mejor condición adaptativa. La integridad, por tanto, es una condición relativa a la capacidad de absorber el cambio y responder a las condiciones ambientales de un contexto, por lo cual es dinámica y se circunscribe a la escala en la cual se considera.

El cuerpo humano puede perder un riñón, una parte del hígado, cierta cantidad de sangre, un miembro, pero no el corazón. Pero incluso este, en la actualidad, puede funcionar asistido. La integridad, en cada caso, se ve afectada por la necesidad de un reacomodamiento de los órganos, pero no necesariamente se traduce en una pérdida de la viabilidad del organismo. A veces, ni siquiera, implica un debilitamiento o disminución de la capacidad adaptativa del mismo: las personas invidentes o sin audición ya no se consideran minusválidas, pues lo que restringe su participación en la sociedad es la rigidez con la que se cierran los espacios para ellas.

Un bosque también puede ver transformada su composición, algo que ha sucedido a lo largo de toda la historia y oscila, como todo ecosistema, entre diversos niveles de complejidad. Existe una curiosa rama de la estadística botánica, la fitosociología, que entiende la estabilidad y persistencia numérica de las especies de plantas como integridad y promueve la conservación de los arreglos de especies, una ilusión. Lo deseable es que un bosque retenga la mayor cantidad de información (memoria genética) para que, ante la eventualidad del cambio del contexto (presiones ambientales), crezca reorganizado en una nueva condición. El empobrecimiento define unos umbrales de viabilidad que hacen que algo sea más proclive al colapso: Haití, por ejemplo, ya resbaló hace décadas a un sistema socioecológico tan deteriorado, que su recuperación parece inviable. Algo parecido puede suceder con la Guajira o con algunas empresas petroleras en la actualidad.

Ni las ciudades ni los parques “naturales” tienen gran integridad ecosistémica per se: no son autónomos y derivan su estabilidad de otras fuentes, en otras escalas de tiempo y espacio. Por ello, la integridad no es una propiedad a maximizar en abstracto, sino una condición relevante cuando se considera el funcionamiento articulado de los ecosistemas, relativa a la conectividad, que como vimos, conlleva su propia lectura.

La composición y arreglo de los ecosistemas puede modificarse para proyectar sus capacidades en el mundo que se avecina, pero tal vez ello implique arriesgar y modificar su integridad, tal como la salud mental y la capacidad intelectual de las personas lo hacemos hoy día con el ordenador. El cambio global impone sus criterios de adaptación.
 

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