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MinAmbiente puso en discusión su propuesta de Resolución de “Lineamientos para el ordenamiento ambiental de la Sabana de Bogotá”, cumpliendo un mandato que se remonta a la Constitución del 91 que consideró el territorio del altiplano como zona de interés ecológico nacional. En esos lineamientos, entre muchos otros aspectos, se recoge la idea de que el destino de la región debe ser agropecuario y forestal, habida cuenta del deterioro ambiental al cual el proceso de expansión urbana ha sometido al territorio, arriesgando el bienestar de las generaciones futuras. Hasta ahí, todo bien, aunque la noción de “deterioro”, en este nivel de ambición, requeriría algo más que interpretaciones parciales y muy particulares del funcionamiento socioecológico del territorio…
Se propone que el nuevo ordenamiento se aborde a partir de la “pérdida de capacidad adaptativa” del territorio, que se “hace evidente” en “la alta y rápida transformación del suelo en la Sabana de Bogotá”, causa de todos los males. Sin negar que el espacio que hoy ocupa la ciudad y los municipios vecinos ha sufrido profundas transformaciones (desde la ocupación muisca), y que tenemos la obligación de mejorar el uso del suelo, el agua y la biodiversidad para garantizar el bienestar de la ciudanía, de las futuras generaciones, y los derechos de las demás especies, no es posible basar un ajuste total del ordenamiento con premisas tan genéricas, donde se corre el riesgo de promover decisiones con apariencia de objetividad sin una lógica procedimental adecuada: nadie se opone a la construcción de territorios sostenibles, no faltaba más, pero si partimos de que la producción de ciudad es un proceso direccionado fundamentalmente por la codicia de ciertos agentes, ignoramos la complejidad que existe detrás de un proceso de poblamiento de milenios y, peor, desdeñamos la posibilidad de invocar a los actores e instituciones locales a participar, con prioridad, en el diseño de la nueva ciudad-región, dicho sea, el área metropolitana. Un documento de tales pretensiones debería estar concertado.
Asumir que un territorio “altamente transformado” representa de por si algo negativo, como presume el gobierno nacional, es un error, y no puede servir de justificación para una intervención llena de principios “a priori”. Si partimos de una supuesta “vocación agropecuaria”, por ejemplo, lanzamos a la Sabana a un paisaje europeo propio del siglo XIX, ni siquiera a los sistemas muiscas tan romantizados (con claves de producción regenerativa); si hablamos de la “pérdida de integridad” de un ecosistema cuya “naturalidad” está llena de contradicciones (se busca proteger el hábitat de la garza blanca Bobulcus ibis, tan bonita…pero nada nativa), acabamos con un campo de golf gigantesco; y si usamos el manejo del riesgo únicamente para atacar la minería, sacrificamos, a menudo y sin justificación, el uso de recursos que, bien extraídos, garantizarían la infraestructura mínima para el ejercicio pleno de los derechos de toda la ciudadanía.
Ciertamente, la Sabana y su contexto socioecológico no son el paraíso terrenal, pero en la búsqueda de su desarrollo sostenible y regenerativo la designación autoritaria de “determinantes” no parece la mejor opción para garantizarlo: gran parte de los elementos que el ministerio identifica como fuentes de degradación son producto del incumplimiento de las normas y el avance de la informalidad, y podrían ser abordados sin tratar de imponer una visión, aparentemente sostenible, de su “mejor sabana”. Lo que necesitamos son lineamientos para promover la innovación y, con ella, una apuesta por el diseño justo del hábitat del futuro. Por eso, la resolución que se propone no está madura y no debe ser adoptada por los afanes de la actual administración.