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Analistas 15/02/2022

Conservación privada

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean

La biodiversidad y sus contribuciones al bienestar, derivadas del funcionamiento saludable de los ecosistemas, son patrimonio de la nación, así a menudo creamos que pertenecen a personas, comunidades o instituciones.

Ello no quiere decir, por supuesto, que todos estos actores sociales no tengan responsabilidades y derechos de uso definidos por la Constitución y las leyes, a lo cual debemos apegarnos si queremos superar un conflicto creciente entre visiones de la conservación de los ecosistemas que puede minar los esfuerzos estatales, comunitarios o empresariales al plantear una potencial contradicción entre ellos.

Existen áreas restauradas o protegidas gracias a las contribuciones obligatorias o voluntarias de empresas públicas, mixtas o totalmente privadas, que están siendo equiparadas con procesos de apropiación territorial con argumentos ecológicos y no como el desarrollo del principio de responsabilidad de la propiedad privada.

Palo porque bogas y porque no bogas: si una empresa minera plantea devolver un área restaurada (como debe hacer), incluso en mejores condiciones de las que encontró cuando le fue concesionado el título (no es la regla, pero sucede), es cuestionada por “preferir el jaguar a la gente”. Amlo, con este argumento, ha erosionado las ciencias del ordenamiento territorial, el diseño del paisaje y la protección de la biodiversidad con el mismo argumento populista de Bolsonaro, pero en orillas de irresponsabilidad ideológica diferentes. Ambos sostienen que nunca hay conflicto entre la presencia humana y uso del territorio, pero para su conveniencia electoral, no pensando en sostenibilidad. Las áreas protegidas privadas pueden adicionar capacidades muy importantes a las metas de conservación, con la diferencia de que pueden tener empresas “madrinas” tan comprometidas con el manejo efectivo de la biodiversidad y el mantenimiento de servicios ecosistémicos sin necesidad de reclamar pago por servicios ambientales, dejando los escasos recursos del erario libres para apoyar iniciativas comunitarias, a menudo desfinanciadas. Pero si insistimos en recolonizar todas las tierras de Colombia protegidas o restauradas por empresas generadoras de energía, por empresas constructoras de infraestructura en compensación o por empresas forestales en áreas no plantadas, sólo sumaremos una segunda ola de deterioro ambiental que vendrá a sumarse a las dificultades de la conservación estatal. Basta revisar el estado del Parque Nacional Tinigua, que ha perdido más de la mitad de su área por un proceso acumulativo de colonización armada: a menudo, la pretensión de dotar de tierra a pequeños productores campesinos, loable e indispensable, solo ha contribuido a crear otra clase de latifundios ganaderos en proceso de degradación ecológica.

La participación de las empresas en la conservación de la biodiversidad es fundamental, con reglas claras, sin convertirse en expresión de neocolonialismo, exclusión o expropiación de bienes y servicios ambientales, ni ser sustituto de la obligación pública. Para ello se requiere un capítulo en la política del gobierno por venir, donde se ponderen aportes, indicadores, regímenes de manejo y niveles de control, donde se fomente el cumplimiento del principio constitucional de responsabilidad ecológica y social de la propiedad.

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