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Lo vengo diciendo una y otra vez en esta columna, las instituciones democráticas y el sistema capitalista están bajo ataque y la sociedad no se está inmutando. Lo que estamos viviendo con las revueltas en Estados Unidos, no es muy diferente a lo que vivimos en Colombia y Chile con las marchas el año pasado.
La izquierda internacional, de manera muy sagaz, se viene adueñando de temas como la discriminación racial, el cambio climático, la pandemia y la corrupción, para reemplazar su retórica desgastada de lucha de clases y movilizar a una juventud malcriada, exigente de derechos mas no de obligaciones, y carente de memoria histórica, para no entender que la destrucción de la propiedad privada y la anarquía van a generar el mismo resultado que la revolución bolchevique: tiranía, pobreza y hambre.
Pero seamos realistas, no es coincidencia que este tipo de movilizaciones sociales ocurran en países que han sido ejemplo de capitalismo responsable y desarrollo. La izquierda envalentonada ha logrado entender que la única manera de matar la serpiente es cortándole la cabeza. Se han dado cuenta de que es más fácil activar la revolución a través de medios, redes sociales, noticias falsas y campañas de desprestigio, que enfrentar al enemigo con armas. Para ellos, su causa no es Trump o un puñado de policías racistas.
Su objetivo es acabar con el imperio de la ley y el orden que representa Estados Unidos, donde la propiedad privada, el crecimiento económico y la movilidad social ofrecen a la gente un verdadero proyecto de vida.
En Colombia, el caso no es muy diferente. Las Farc y los ‘Petros’ utilizarán el caso de la violación de una niña indígena indefensa a manos de un grupo de soldados bachilleres para reactivar su revuelta social y seguir desprestigiando a las instituciones. Para la izquierda en Colombia el problema no es la defensa del proceso de paz o Uribe, sino ganar la guerra, reescribir la historia, acabar con la moral y el honor militar, y lograr que nuestra juventud pierda todo el respeto por nuestras instituciones.
Es importante que, como sociedad, entendamos que existe una amenaza real y defendamos lo que hemos venido construyendo. No hay que dar papaya. No es momento de ceder a las pretensiones de los antisociales, acabar con nuestras instituciones o salir a pedir perdón por los hitos de nuestra historia.
Muy por el contrario, es momento de aprender de ella para transformar la institucionalidad y poder responder a los nuevos retos de la humanidad. Es necesario una mayor inversión en educación, capacitación, formación y entrenamiento de nuestros soldados, policías, jueces y demás funcionarios públicos, para que entiendan que servir al país es un privilegio y un honor y su obligación está con los más vulnerables.
Los grandes cambios en la historia se han generado por eventos como el de Floyd, el florero de Llorente de nuestros tiempos. Policías racistas, soldados abusadores y políticos corruptos deben pagar por sus delitos con todo el peso de la ley. Pero si en verdad queremos acabar con la discriminación, el odio, la polarización y alcanzar un nivel de paz y de tolerancia de unos con otros, tenemos que aceptar las diferencias, despersonalizar la discusión y construir sobre los principios que nos unen como sociedad.