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La forma civilizada, idónea, decente, correcta y sobre todo justa de resolver los conflictos y diferencias entre los miembros de la sociedad es acudiendo, cuando no se logra un arreglo directo que es el ideal, a los jueces, a los mecanismos previstos en nuestras leyes para que, mediante el trámite de un proceso, un juez, un tercero independiente, decida, sancione, otorgue derechos e imponga obligaciones a las partes con fuerza vinculante. ¿Cuánta sangre?, ¿Cuánta violencia?, ¿Cuánto dolor? Todo esto se podría ahorrar la sociedad si entendiéramos que una justicia fuerte, en sentido lato, es uno de los preceptos fundamentales y esenciales sobre los cuales descansa la sana convivencia en sociedad.
En su gran mayoría quienes, en nuestro trajinar diario, ejercemos la profesión de abogado hemos entendido e interiorizado esto; sin embargo, triste y frecuentemente, hay “colegas” que no entienden que las personas y los clientes no lo buscan a uno para armar pleitos, para promover diferencias, para ahondar los conflictos; todo lo contrario, así como cuando las personas van al médico en busca de una cura, los clientes llegan a la oficina de los abogados buscando solucionar sus problemas y esto pasa por soluciones que deben ser prácticas, concretas, económicas en todo el sentido de la palabra, tanto moral como económicamente. Sí, una opción de solución es el proceso, el pleito, el cual, en mi criterio, debe ser la última, pero como tal no hay que tenerle miedo, simplemente entender que puede llegar a ser la solución más demorada y más incierta.
Hay que cuidarse de aquellos abogados y aún de aquellas personas que buscan el pleito por el pleito, que distraen y tergiversan la razón de ser y la finalidad ontológica de los procesos cuál es la de resolver las diferencias.
Infortunadamente, no es poco frecuente encontrarse con abogados que con una miopía evidente y con una carencia moral sobresaliente manipulan a sus clientes, los engañan, los envalentonan para que se inicien procesos judiciales sin fundamento real, con unos fines diferentes a los que se debe buscar en un proceso.
Pues bien, en buena hora y de manera reiterativa y afortunada nuestra Corte Suprema de Justicia ha sido persistente en tratar estos temas y en específico el abuso del derecho litigar estableciendo que “…cuando una persona acude al aparato judicial de mala fe, con negligencia, temeridad… a reclamar un derecho a sabiendas que no le corresponde, con ello afecta, correlativamente, a quien tiene que resistir la pretensión, lo que ha forjado la teoría del abuso del derecho a litigar... “.
Mal e ilegalmente obra el abogado que se deja inducir y convencer por su cliente para iniciar procesos judiciales temerarios y sin fundamento, pero más mal obra aquel que engaña y manipula a quien acude a él buscando asesoría, apoyo, pero sobre todo resolución a un problema. Si abusa del derecho de litigar, quien lo hace debe indemnizar los perjuicios que cause a los afectados.
La justicia y su correcta administración constituyen pilares básicos, esenciales, estructurales de la convivencia social bajo cualquier régimen político y forma de vida, por eso mismo es responsabilidad de todos y especialmente los abogados el cuidar que se fortalezca y no se use indebidamente el aparato judicial, absteniéndose de incurrir en prácticas contrarias a la finalidad misma, tales como iniciar procesos judiciales sin fundamento real, con fines diferentes a los que deben conllevar, dilatando injustificadamente. Hay que hacer a un lado, sancionar, por decir lo menos, a quienes, abogados y personas, mal usan el sistema judicial.
Remate. La paradoja del bombero, la casa incendiándose, él de paseo en Haití y en todo caso atizando el fuego. ¿Bombero o pirómano?