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Analistas 09/08/2022

Realismo poco mágico

Andrés Felipe Londoño
Asesor en transformación digital legal de servicios financieros

Ver tanta ilusión frente a un nuevo Gobierno que incluso antes de posesionarse ya ha anunciado incumplir varias de sus propuestas centrales, gracias a las que ganó, es parte del realismo mágico que envuelve a Colombia. A pesar de que no lleva ni una semana en el poder, el Estado ya no será “empleador de última instancia”, ya no se abolirá el Esmad, no se creará el Ministerio de la Igualdad, la reforma pensional pasó a un segundo plano y la reforma tributaria impactará a muchos más que los “Top 4000”. Pese al retiro súbito de varios pilares de la utopía prometida, muchos siguen obnubilados creyendo que ha llegado el fin de sus problemas y que de aquí en adelante todo será felicidad. Pronto tendrán que despertar.

Como dijo alguna vez Thomas Sowell, economista crítico del progresismo estadounidense, “la realidad no se va cuando se le ignora”; y la realidad que se avecina en Colombia debe afrontarse sin magia, so pena de sufrir graves consecuencias.

En primer lugar, se debe abandonar la idea de que las políticas de un país se pueden desligar del contexto internacional. Colombia no es una autarquía por lo que debe tener en cuenta las condiciones y dinámicas mundiales para poder tomar decisiones acertadas. En un entorno global inflacionario (con un aumento en el índice de precios al consumidor interanual de 9.6% en los países de la Ocde), altas tasas de interés y un crecimiento acelerado de la deuda mundial como consecuencia del gasto fiscal inédito durante la pandemia (según el FMI en 2020 aumentó 28% y este año crecerá otro 9,5%), la aversión al riesgo es muy alta.

Por ello, las pomposas promesas revolucionarias llegan en un momento donde existe poco margen de acción para continuar gastando y nula tolerancia inversionista frente a proyectos políticos demasiado creativos que impliquen una intensificación exponencial de la incertidumbre local en un entorno mundial ya de por sí enloquecido por fuertes tensiones geopolíticas como la Guerra de Ucrania, la potencial invasión a Taiwán o la crisis energética de Europa.

En segundo lugar, a nivel interno, las promesas de una utopía chocarán con las limitaciones inevitables de nuestra economía. Por más de que el programa del nuevo Gobierno atrape en tinta un paraíso terrenal, el golpe de realidad será inevitable. Colombia es la economía número 38 del planeta en términos nominales, teniendo un peso incipiente de 0,3% en el producto mundial, con un recaudo potencial mínimo en comparación con los estados de bienestar europeos.

Además, nuestros ingresos de divisas extranjeras dependen en gran medida de las industrias extractivas, cuyos ingresos de US$5.547 millones en junio representaron 60% de las exportaciones, aumentando 107% desde el año pasado. Adicionalmente, un déficit fiscal de 4.8% mezclado con un déficit comercial de 5,2% (el segundo peor de Latam después de Chile) nos hace muy vulnerables frente a cualquier eventualidad.

Bajo este panorama, un gasto público intensificado por un proyecto estatista y una transición energética apresurada no traería más que la insostenibilidad de nuestra economía y un consecuente deterioro radical de la calidad de vida de todos los colombianos. El potencial desplome del peso colombiano ocasionado por el cierre súbito de la mayor fuente de valor de nuestra moneda y un mayor desequilibrio de nuestras finanzas públicas sumirían a Colombia en una catástrofe autoinfligida. Es tiempo de asumir un realismo poco mágico.

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