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Se incumple la regla más básica de conducta
A escasos días de haber sido nombrada como miembro de la junta directiva de una sociedad cotizada en la Bolsa de Valores de Colombia, una reputada profesional enfrenta una encrucijada. El presidente de la compañía ha pedido la autorización de la junta para comprar un activo de relevancia estratégica, a un precio ligeramente superior al valor de mercado. Pero mientras nuestra directora estudia la valoración preparada por una banca de inversión, el presidente hace una revelación estruendosa: el propietario de ese activo es el accionista controlante de la sociedad.
En un acto responsable de reflexión, nuestra directora considera si podrá ser realmente imparcial cuando sabe que el controlante la expulsaría de la junta si se opone a la compra o, incluso, si hace muchas preguntas sobre la operación. Al mismo tiempo, sin embargo, encuentra argumentos para defender su imparcialidad implacable: ¿No fue nombrada en esta junta directiva para defender los intereses generales de la compañía, incluso por encima de los caprichos del accionista controlante? ¿Acaso arriesgaría ella su prestigio al aprobar una operación injusta para preservar el módico honorario que recibe por formar parte de esta junta?
Con un caso similar al de nuestra directora suelen explicarse, en círculos internacionales de gobierno corporativo, las complejidades legales y sicológicas que enfrentan los administradores cuando deben estudiar negocios entre una sociedad y su accionista controlante. El problema con estas operaciones es, en realidad, bastante sencillo. Existe un riesgo de que el controlante haga uso de su influencia avasalladora para sacar provecho de sus tratos con la sociedad. Por supuesto que ese riesgo no siempre se materializa. Es incluso habitual que la compañía se lucre de sus negocios con el controlante, como ocurrió en el caso de aquel magnate colombiano que mantuvo a flote las finanzas de una importante aerolínea mediante préstamos millonarios que nunca recuperó.
En todo caso, lo cierto es que el controlante también puede usar su influencia sobre los directores para obtener un trato privilegiado. Esta simple posibilidad, por remota que parezca, le sirve de soporte a una idea esencial del gobierno corporativo en los sistemas capitalistas modernos: las operaciones con el controlante suelen dejar a los miembros de junta sumidos en un conflicto de interés. No hay muchas ideas que merezcan la afirmación unánime de expertos en las economías avanzadas de Occidente. Esta es una de ellas.
Para nuestro mérito, Colombia no ha sido ajena al consenso global. Bajo el régimen legal vigente, la directora de nuestro ejemplo está incursa en un conflicto de interés, a pesar de sus intenciones loables. El conflicto no desaparece con la práctica habitual de escabullirse de la reunión, ni mucho menos atendiendo las reglas del Código País de Gobierno Corporativo, ese curioso compendio de redundancias. Para salvar su responsabilidad, nuestra directora deberá obtener la autorización de la asamblea general de accionistas, tal y como lo ordena la ley colombiana. Con este requisito se busca simplemente asegurar algún grado de escrutinio sobre aquellos negocios en los que el accionista controlante tenga algún interés individual.
Pero como es dispendioso convocar a la asamblea para aprobar operaciones que pueden ser apenas rutinarias, muchos directores prefieren guardar silencio, con la esperanza de que los accionistas minoritarios y el Estado pasen por alto la infracción. Desafortunadamente, se trata de un anhelo vacío: cada año aumenta el número de demandas exitosas en contra de administradores que violaron, incluso sin darse cuenta, las reglas sobre conflictos de interés.
Y así, mientras los buhoneros del gobierno corporativo nos distraen con sus catálogos de “mejores prácticas”, nuestros directores, agobiados en comités y sub-comités, incumplen a diario la regla más básica de conducta en una sociedad de capital. Algo anda mal con el gobierno de las juntas directivas en Colombia.
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