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Lo bueno, lo malo y lo feo

jueves, 25 de octubre de 2012
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El genial Benjamin Franklin, científico, inventor, autor, diplomático, y uno de los “padres fundadores” de los Estados Unidos, sostenía que “en este mundo nada es seguro, con excepción de la muerte y los impuestos”. A nadie le gusta pagar impuestos. Pero pocas cosas revelan más claramente el carácter de una sociedad que su sistema tributario.

Los impuestos son el “pegante” del contrato social. A través de ellos los ciudadanos, especialmente aquellos más afortunados (ojo: la prosperidad económica tiene que ver con el mérito, pero también, y especialmente en un país como éste donde las oportunidades están tan injustamente distribuidas, con la suerte), retribuyen al Estado parte de sus ingresos a cambio de los servicios básicos que reciben de éste. Sin impuestos no hay desarrollo, ni seguridad, ni bienestar, ni cohesión, ni, en últimas, sociedad. La reforma tributaria propuesta por el Gobierno, aunque acotada en su alcance, pretende de alguna manera reformar el actual “contrato social” colombiano buscando los dos “santos griales” de la política tributaria: mayor equidad y mayor eficiencia.

El proyecto de ley tiene muchas cosas buenas. Una urgente es la reducción de los gravámenes al empleo formal logrando más eficiencia y mayor equidad. Al reducir la brecha entre lo que los empleadores pagan y los empleados reciben, por simple oferta y demanda, el empleo debe tender a aumentar, los salarios a mejorar y la informalidad a reducirse. Otro acierto es el llamado IMAN, que establece un mínimo impuesto a pagar relacionado al nivel de ingresos. Hoy los colombianos de ingresos altos se valen de deducciones sumamente inequitativas para pagar muy pocos impuestos. Uno más es el impuesto a las pensiones altas. Lamentablemente este puede terminar siendo solo una ficha de negociación con el Congreso (las pensiones más altas de Colombia las tienen congresistas y magistrados). También hay aciertos en la simplificación del IVA, en establecer impuestos a las ganancias derivadas de transacciones bursátiles, en medidas anti-evasión y elusión, en controles al uso de paraísos fiscales, entre otros.

Sin embargo, muchas de estas medidas se quedan. Por ejemplo, el IMAN se “aplana” en 15% una vez se alcanzan los $22 millones de pesos de ingresos gravables mensuales. No resulta lógico que paguen la misma tasa los colombianos pudientes ($250 millones al año), que los ricos (más de $1.000 millones al año) o los ultra-ricos (más de $10.000 millones al año). Algo similar sucede con las pensiones altas. Aunque se reduce el umbral al que se comienzan a gravar, el tributo es de solo el 5%. El estado colombiano gasta más en 1,8 millones de pensionados que en 10 millones de colegiales. Esta relación no es solo tremendamente inequitativa sino insostenible.

Lo que resulta deplorable, en un país de tremendas inequidades sociales, es que no se haya retomado la iniciativa del exministro Echeverry de gravar los dividendos. No gravarlos significa que las personas más ricas de este país no estarán sujetas realmente al IMAN, pues la gran mayoría de sus ingresos los obtienen por dividendos. En Estados Unidos, cuna del capitalismo moderno, los dividendos y las ganancias de capital se gravan al 15% (antes de Bush Jr., se gravaban bastante más). Un ícono empresarial como Warren Buffett ha dicho que es absurdo que él tribute a una tasa menor a la de su secretaria, y las declaraciones de impuestos de Mitt Romney, cuyos ingresos provienen principalmente del capital, han sido objeto de escarnio público. Tanto las ganancias ocasionales (que ahora tributarán al 10%) como los dividendos (tributan al 0%) deberían estar sujetos a la regla del IMAN.    

Si el país quiere progresar dentro de una lógica de economía abierta y de mercado, que es la senda más segura al desarrollo (bien hace Humberto de la Calle en decir que no es negociable), tiene que hacer ajustes ambiciosos a su estructura económica que fortalezcan el contrato social y reduzcan la desigualdad de oportunidades y resultados.

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