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En días pasados asistí a un debate radial en Hora 20 sobre la prohibición de las corridas de toros. Al terminar el programa había recibido una embestida de "trinos", un insulto a la decencia por la agresiva vulgaridad, que alentaron estas líneas. ¿Cómo explicar la eficaz articulación para enviar, en menos de una hora, más de 1.000 mensajes a mi cuenta personal? ¿Cómo entender el radicalismo de unos pocos, en una sociedad que se precia de estar fundada bajo los preceptos éticos del Estado liberal moderno?Creo que la discusión de fondo, no pasa por plantear lo que para unos es un acto de barbarie y, para otros, una vívida afición que descubre en el toro bravo el sentido trágico y heroico de la vida. La discusión está en entender que hemos recorrido un largo camino, para reconocer y proteger las libertades individuales, la tolerancia, el pluralismo y el derecho de las minorías. Valores moralmente obligatorios, pues son consustanciales a la convivencia democrática y al Estado liberal.Pero no basta con decirlo. El prejuicio y la discriminación son la otra cara que inhibe el derecho a profesar un credo, ideología, tradición cultural o social. Y creo, que eso está detrás de proscribir las corridas de toros, de la perorata del maltrato animal, de la prohibición del porte de armas o del día sin carro. Es el intento de "unos" por anular derechos civiles y ciudadanos "de otros". Lo que establece una relación de desprecio e intolerancia hacia quienes no piensan o actúan igual.¿Por qué se adjudican este poder? ¿Por qué el derecho de aquellos tiene que prevalecer sobre el derecho de los demás? ¿Por qué unas minorías reclaman, unilateralmente, el derecho a prohibir expresiones que ellos consideran ética, moral o ambientalmente indeseables?Las minorías prohibicionistas, con ese halo de superioridad moral que creen tener, terminarán por vetar las riñas de gallos, las corralejas, el coleo y cuanta expresión con arraigo cultural y popular exista, amén de ciertas prácticas religiosas. No sé qué pensarán de los muertos del reciente partido de fútbol en Egipto o de las manifestaciones de criminalidad de las que no están exentas ciertas barras bravas en Colombia.Mientras se cuestionan los toros, un espectáculo que no afecta el derecho ajeno ni un bien público, por el otro, se aborda la defensa de la población LGBT o el consumo personal de estupefacientes. Y no quiero ser malinterpretado. No existe razón para discriminarlos o prohibirlos. Hacen parte de las libertades individuales. Sin embargo, las drogas generan problemas de salud pública, alientan el micro-tráfico, el crimen organizado y alteran el bien público de la seguridad. Y, en el caso de los LGBT, lo que no está bien es que el Estado promocione explícitamente el homosexualismo o el lesbianismo, con publicidad oficial o cátedras en colegios públicos. No es el caso de las corridas de toros, que la Corte avaló como una "expresión cultural". La minoría que asiste a las plazas no induce a nadie. De hecho, los abonos son una barrera al espectáculo. Y, si se quiere, desde la orilla ajena, estoy de acuerdo con que el Alcalde Petro no las patrocine. Así el Estado es neutro frente a las inclinaciones culturales, sexuales o religiosas de los ciudadanos, para que sólo se ocupe de las protecciones básicas que debe cumplir el Estado liberal. En últimas, quienes no las comparten, no están obligados a asistir, pero tampoco a prohibirlas o negar el derecho a miles que viven de la fiesta brava honesta y decorosamente. Ah, se me olvidaba. El día que se prohíban las corridas de toros desaparecerá una raza soberbia y única: el toro bravo.José Félix Lafaurie RiveraAnalista