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ANALISTAS

La guerra y la paz en los nuevos contextos sociales

miércoles, 22 de octubre de 2014
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Frente a las tesis de quienes sostienen que las guerras del presente son fundamentalmente diferentes de las del pasado es preciso sostener que las guerras siempre deben considerarse como una expresión del poder o, como dijo Klausevitz, como la política por otros medios. No obstante, lo que sí es nuevo en la triste, larga y costosa guerra que sufrimos los colombianos es el contexto globalizado en el que se han desarrollado las hostilidades y en el que hoy se adelantan unos diálogos con los alzados en armas que podrían resultar exitosos si la perfidia de quienes se oponen no resulta más fuerte que la buena voluntad de quienes apuestan por este intento lleno de escollos, incertidumbres y esperanzas… 

La denominada globalización ha suscitado, en efecto, un nuevo contexto para la paz y para la guerra y, como un proceso ineluctable de la sociedad humana que abarca una internacionalización de los derechos humanos y una internacionalización de la economía de mercado, produce unas paradojas que deben superarse. 

Lo primero que se advierte, en ese sentido, es que el proceso de globalización promueve una dinámica de internacionalización de los derechos humanos que está limitando la soberanía de los estados afectados por conflictos armados internos porque la búsqueda de la paz obliga a que en los procesos de transición se consideren intereses adicionales y diferentes de los intereses de las dos partes en conflicto. En efecto, la garantía de los derechos de las víctimas -el derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación- y del derecho de la sociedad entera a construir la memoria colectiva, que es esencial para legitimar la transición de la sociedad de la guerra a la paz, actúan como una paradoja porque entran en contradicción con las estrategias e intereses políticos del gobierno y de los alzados en armas. Este aserto cobra validez si se considera que muchos de los procesos de paz emprendidos en el mundo en el pasado inmediato, que se suscitaron en el contexto de un conflicto armado interno, se iniciaron tras negociaciones y acuerdos políticos que contenían cesiones y reconocimientos entre las dos partes en conflicto que, a su vez, incluían amnistías e indultos para los alzados en armas. Se puede afirmar, además, que esos acuerdos eran los que movían la voluntad de las partes en conflicto y, en este sentido, los que propiciaban el buen suceso de las negociaciones.

Este aserto conduce a sostener que el carácter y la naturaleza del marco jurídico que propicie la transición de la guerra a la paz debe considerar el frágil equilibrio que existe entre el pragmatismo y la justicia, y se puede proponer como una cuestión: ¿cómo lograr un equilibrio deseable entre paz, justicia y reconciliación y, en este sentido, lograr un acuerdo entre el gobierno y la disidencia política armada que, en primer lugar, propicie un cese al fuego y, de esta manera, evite una prolongación del conflicto armado que produzca más víctimas y, en segundo lugar, que no signifique el desconocimiento de los derechos de las personas que han sido víctimas del conflicto armado hasta nuestros días? Esta reflexión suscita otra pregunta: ¿comprenden los actores armados el papel histórico que deben jugar para afrontar su responsabilidad y para construir una sociedad más justa, o sus intereses limitan su visión a una estrategia pragmática que podría deslegitimar los acuerdos alcanzados en la negociación?

Ahora bien, la transformación esencial de la sociedad que inicie con un acuerdo entre los alzados en armas también debe considerar las dinámicas económicas porque la violencia que vive Colombia y, sobre todo, la que se deriva del conflicto armado, echa raíces en el pasado de injusticias, exclusiones y pobreza de nuestro país, lo que significa que un proceso de paz solo es legítimo si los acuerdos entre las partes se traducen en la construcción de una sociedad más incluyente e igualitaria.

No obstante, el proceso de globalización, que ha propiciado la internacionalización de los derechos humanos, también promueve una dinámica de internacionalización de la economía de mercado en cuyo contexto complejo se produce una nueva paradoja porque este proceso, al mismo tiempo que incrementa la riqueza, agudiza las exclusiones sociales y la pobreza que son, precisamente, las causas que promueven la inestabilidad política y los procesos violentos. 

Esta reflexión de carácter económico sugiere, en consecuencia, proponer la cuestión descrita atrás pero con una mayor escala de complejidad: ¿cómo lograr un acuerdo entre el gobierno y la disidencia política armada que, en primer lugar, propicie un cese al fuego y, de esta manera, evite una prolongación del conflicto armado que produzca más víctimas; en segundo lugar, un acuerdo que no signifique el desconocimiento de los derechos de las personas que han sido víctimas del conflicto armado hasta nuestros días y que, en consecuencia, se convierta en la base sobre la que se construya una sociedad nueva fundada en el perdón y la tolerancia; y, en tercer lugar, un acuerdo que reconozca las causas de la violencia y del conflicto y que, en consecuencia, garantice el derecho de todos los ciudadanos a contar con una distribución equitativa e incluyente del bienestar derivado del modelo de desarrollo? Esta segunda cuestión suscita una adicional: ¿es posible la reconciliación social bajo el modelo económico prevaleciente?

A estas reflexiones debe sumarse una más, esto es, que en el entorno violento y anacrónico que vivimos los colombianos el conflicto armado ya no obedece a los paradigmas típicos de la guerra civil y, en este sentido, al choque entre las fuerzas armadas estatales y una insurgencia política, sino a una transformación o degradación que, bajo el influjo de las dinámicas de la globalización, se expresa en una creciente desestructuración de las fuerzas en conflicto, en la pérdida por parte de algunos alzados en armas de sus identidades políticas en favor de intereses económicos y, además, en una transformación de los medios de guerra hasta confundirse con la criminalidad común. 

Esta reflexión adicional sugiere, en consecuencia, proponer la cuestión descrita atrás pero con dos escalas adicionales de complejidad: ¿cómo lograr un acuerdo entre el gobierno y la disidencia política armada que, en primer lugar, propicie un cese al fuego y, de esta manera, evite una prolongación del conflicto armado que produzca más víctimas; en segundo lugar, un acuerdo que no signifique el desconocimiento de los derechos de las personas que han sido víctimas del conflicto armado hasta nuestros días y que, en consecuencia, se convierta en la base sobre la que se construya una sociedad nueva fundada en el perdón y la tolerancia; en tercer lugar, un acuerdo que reconozca las causas de la violencia y del conflicto y que, en consecuencia, funde las bases de una sociedad más incluyente e igualitaria y, en cuarto lugar, un acuerdo que supere las dificultades propias de un conflicto en el que algunos actores armados degradaron sus estrategias de guerra hasta confundirse con la criminalidad común? 

En este punto del análisis es prudente considerar que una explicación ponderada de la violencia y de la prolongación del conflicto armado en Colombia debe considerar los tiempos y los procesos de la formación del Estado. En este sentido, es prudente considerar su incapacidad para imponer el orden público en todo el territorio, su dificultad para limitar el uso de la fuerza pública y garantizar los derechos de los ciudadanos, y su precariedad para hacer prevalecer lo público sobre los intereses privados. En otras palabras, el diagnóstico conduce a la cuestión esencial sobre el papel del Estado y, por este camino, a la vieja idea propuesta por Mahatma Gandhi según la cual la paz es hija de la justicia y, en consecuencia, la paz no puede reducirse al acuerdo entre los actores del conflicto armado, sino que debe entenderse como la construcción de una sociedad más incluyente y equitativa. En este sentido, se advierte que la paz solo es posible si se funda en consensos sociales y si se propone como un proceso fundado en esfuerzos humanos que se van encadenando y sucediendo de manera paulatina hasta llegar a ese fin de la justicia.

Se infiere, de esta manera, una conclusión: el Estado tiene la misión descomunal de alcanzar la reconciliación social equilibrando y sincronizando tres dinámicas que se expresan con racionalidades diferentes: en primer lugar, el pragmatismo político dirigido a la negociación y la desmovilización para poner fin a los males de la guerra; en segundo lugar, los imperativos éticos y jurídicos que demandan las víctimas de la guerra y, en tercer lugar, la necesidad de establecer un modelo de desarrollo más incluyente e igualitario.

En otras palabras, para alcanzar la reconciliación social y la paz en los tiempos críticos de la globalización es necesaria la construcción de un verdadero Estado social de derecho, esto es, es necesario que el Estado, como un líder legítimo de la gestión pública, realice una misión descomunal pero ineludible: en primer lugar, y frente a las coyunturas generadas en los tiempos y en las lógicas de la guerra y de la negociación política con los alzados en armas, el Estado debe realizar acuerdos que le permitan imponer el monopolio de la fuerza en todo el territorio y alcanzar con éxito la desmovilización para poner fin a los males de la guerra; en segundo lugar, y frente a las coyunturas generadas en tiempos de posconflicto y las demandas del proceso de justicia transicional, el Estado debe de garantizar los derechos de las víctimas de la guerra y debe propiciar el derecho de la sociedad entera a la verdad histórica; en tercer lugar, y frente a la necesidad de alcanzar la reconciliación social, el Estado debe recuperar las funciones que se englobaban en el concepto de constitucionalismo social y, en este sentido, debe hacer prevalecer los intereses públicos sobre los privados y luchar contra las causas de la violencia y las inercias de la guerra, como los odios y las venganzas que se prolongan en los contextos del posconflicto.

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