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Dejar que la IA actúe sola, sin supervisión y sin validación, es como dejar al practicante a cargo de la empresa: ¡los riesgos son demasiado altos! Debemos asegurarnos que la IA trabaje paranosotros y no al revés
En los últimos años, la inteligencia artificial (IA) ha dejado de ser un concepto futurista y se ha convertido en una realidad omnipresente en muchos aspectos de nuestras vidas. Desde asistentes virtuales hasta sistemas de recomendación en plataformas como Netflix, recomendaciones a nivel de comercio electrónico y hasta novias virtuales, los algoritmos están por todas partes, ¡hasta en la sopa! Dado que, incluso, ha llegado al punto de influir en aspectos tan cotidianos como la preparación de alimentos, donde se utiliza para generar recetas o incluso para cocinar. Sin embargo, esta realidad no está exenta de riesgos y desafíos significativos que deben ser abordados con seriedad, rigurosidad y responsabilidad.
Imaginemos un escenario en el que una IA es encargada de gestionar la receta de una comida. A primera vista, podría parecer una solución innovadora y eficiente. No obstante, los resultados pueden ser impredecibles y, en muchos casos, hasta desastrosos. La IA, en la mayoría de los casos, carece del sentido del gusto y, por lo mismo, las combinaciones culinarias pueden llegar a ser horribles e incomibles, ya que no tiene el juicio ni la experiencia de un chef humano.
Esta analogía culinaria es un reflejo de un problema mucho más grande y complejo: la delegación de decisiones importantes y serias a sistemas de IA sin una supervisión adecuada. La IA puede procesar y analizar datos a una velocidad y escala que no es igualada por los humanos, pero carece de la capacidad para entender la trascendencia y el contexto de esas decisiones.
Dar a la IA el control total de decisiones críticas, ya sea en el ámbito empresarial, gubernamental o incluso en la vida personal, puede tener consecuencias graves. Los algoritmos de IA se entrenan con grandes cantidades de datos, y estos datos pueden contener sesgos inherentes que se replicarán y amplificarán. Por ejemplo, una IA utilizada en procesos de contratación puede perpetuar sesgos de género o raza presentes en los datos históricos de contratación.
Además, la IA no posee un entendimiento intrínseco de la ética, la moral o las implicaciones sociales de sus decisiones. Esto puede llevar a situaciones en las que una IA toma decisiones que son técnicamente correctas desde un punto de vista de eficiencia o lógica, pero que son profundamente injustas desde un punto de vista humano y hasta ético.
La pregunta del millón es: ¿cómo podemos mitigar estos riesgos sin renunciar a los beneficios que la IA puede ofrecer? La respuesta radica en la validación constante y la supervisión humana. No se trata de dejar de usar la IA, sino de integrarla de manera responsable y consciente en los sistemas y procesos. Esto implica llevar a cabo una “higiene de algoritmos” regular, un proceso de revisión y ajuste continuo para asegurarse de que los sistemas funcionen de manera justa, ética y efectiva en el tiempo.
Para muchos, la IA es como el practicante de una empresa que, tiene muchos conocimientos adquiridos en la academia, pero poca experiencia en los temas prácticos. Así las cosas, no se puede dejar que las decisiones importantes que afectan a seres humanos sean tomadas por un algoritmo sin ningún tipo de supervisión, educación ni conciencia.
Por todo lo anterior, resulta imperativo, asegurarnos de que la IA trabaje para nosotros y no al revés y, eso, requiere una vigilancia constante, una revisión rigurosa, una validación ética y, como era de esperarse, una responsabilidad compartida para que su uso sea realmente seguro y justo.
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