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Desde muy temprana edad oímos un planteamiento que se considera un faro, pero que puede también ser una condena.
“Si te esfuerzas, llegarás”. Probablemente esa promesa nos impulsa, nos estructura, le da sentido al ejercicio básico y necesario de la disciplina y también de la persistencia. Sin duda nos hace caminar, nos moviliza, pero a la vez, suele tener fisuras significativas y peligrosas, por cuanto se instala de manera inconsciente dentro de nosotros, pues internamente va sembrando un mensaje que expone que todo lo valioso e importante siempre está allá, adelante, y nunca aquí, en el momento y el instante. El futuro prometido muchas veces es ambiguo y termina sometiéndonos a ciertos patrones que construyen más deseo que plenitud.
¿Llegar a dónde? Valdría la pena preguntarnos eso. ¿A dónde hay que llegar?
Me luce que muchas veces no se conoce esa respuesta; por lo tanto, es una carrera sin sentido, es un modelo difuso del sistema que alienta la carencia, una sensación que susurra al oído que siempre falta algo, que nunca es suficiente, que siempre es necesario un logro más visible. Esa sensación de anhelo no descansa; por el contrario, fatiga y confunde y, claro, tiende a desarrollar una enorme facultad de desconocer lo que se ha vivido e hipotecarlo al vacío de la siguiente proyección inconclusa.
Los modelos aspiracionales del mundo económico no están construidos para generar bienestar y consciencia; están más creados para sostener rendimiento. Se premia más lo que produce que lo que cuida. Se exalta al que resiste, no al que se replantea o reformula, lo cual impide tener una observación mucho más compasiva y grata de la existencia que la perversa idea de sentirse angustiado por “no estar donde se debería”.
¿Ha sentido usted alguna vez que no está “donde debería”? Creo que sí, como todos lo hemos sentido y lo hemos rumiado durante largas e interminables noches, que a propósito, nunca han sido fértiles. Esa premisa de no estar donde se debería aniquila a cualquiera, y ojo, nace vestida de la formulación inicial: lo que hay que hacer para llegar.
Toda sociedad que avive ese modelo fomenta la no tolerancia a la pausa, al error, al redireccionamiento, al movimiento, a la adaptación, a la versatilidad, al ingenio, a la libertad y al derecho a vivir en el presente con todos sus perfiles.
Según Deloitte, más de 70% de los altos ejecutivos admite haber experimentado el síndrome burnout (del quemado o del agotamiento) en algún momento de su carrera. Y lo más inquietante: la mayoría prefiere ocultarlo. Porque mostrar fatiga, en ciertos círculos, sigue siendo una forma de fracaso. Ahora bien, lo más complejo de esta lógica no está en quienes no llegan, sino en quienes sí lo “logran” y descubren que “eso” no era lo que parecía. El eco de los aplausos no siempre llena el interior.
Una salida a este planteamiento podría encontrarse en revisar la semántica de todo lo que nos prometemos; tal vez si modificáramos el verbo “llegar” por “estar”, viviríamos con algo más de sentido, alejados de la trampa del difuso mundo que impone siempre la mirada al Everest y desconoce lo que hemos avanzado día a día, pues solo nos recuerda que esa sima aún está lejos y que, por más que avancemos, luce inalcanzable. Mientras tanto, nuestros pies han recorrido miles de kilómetros que se han hecho invisibles.
Sería interesante si alguna industria fuera capaz de promover y exaltar las victorias cotidianas de sus gentes; sería amable si nosotros mismos también las revisáramos y pudiéramos valorar los múltiples logros que habitan en las páginas del diario que no hemos escrito, en el cual se esconde un poderoso mensaje que a muchos puede asustar por su carácter disruptivo: ¡Vivir no es llegar!
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente