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La discusión del tamaño del Estado es transversal a toda la política pública; impacta el apoyo a poblaciones vulnerables, los servicios de salud y educación, las pensiones, la infraestructura, el aparato de justicia, la defensa nacional. En fin…casi todo. Deuda pública, por supuesto. Pero incluye también una discusión profunda de hasta dónde van el Estado y el sector privado en la provisión de bienes y servicios, así como de mayores y mejores empleos, y su impacto en las políticas y proyecciones de crecimiento. Aquí no estamos hablando solo del Gobierno Nacional, sino del agregado con los gobiernos regionales y locales.
Minhacienda acaba de presentar a las Comisiones Económicas de Senado y Cámara su anteproyecto de presupuesto por $345 billones para 2023, lo que es casi 25% de nuestro PIB estimado para el próximo año. Esta cifra ya no corresponde a un estado pequeño para un país de ingreso medio alto. Pero, aún así, está por debajo incluso de pares regionales como Argentina y Brasil. Ni hablar de pares de la Ocde, donde las cifras superan 50% en Francia o en España, donde llegan a 40%.
Pero el análisis se complica un poco cuando añadimos el gasto de los departamentos y municipios. De acuerdo al Plan Financiero 2022, el presupuesto de estos añade 7% al gasto total, con lo que estaríamos alrededor de 32%. Aquí es cuando ya estamos acercándonos a nuestros pares de la Ocde y superando a pares regionales como Chile, Perú, y México. Y como ha sido común para nosotros tratar de aprender qué han hecho los tigres asiáticos como Singapur, Corea y Taiwán (los dos primeros miembros también de la Ocde) para alcanzar sus niveles de bienestar y competitividad, decidí mirar a cuánto asciende la carga del Estado en esos países.
Mi sorpresa fue que hasta 2020, según datos del Fondo Monetario Internacional, nunca estuvieron por encima de 27% del PIB. En ninguno. Imagino que los guarismos habrán subido con la pandemia, igual que Colombia. Y sus niveles de servicios a la población son superiores a los nuestros, excepto en salud. También, antes de que me corrijan, mantienen gastos en defensa nacional parecidos a los nuestros.
Es decir, bajo varios parámetros comparativos, la carga impositiva del país está llegando a un techo, especialmente si queremos bajar nuestros niveles de deuda pública y recuperar nuestro grado de inversión. Aumentarla solo iría en detrimento de nuestra competitividad y nuestras proyecciones de crecimiento a largo plazo, lo que significan menos empleos y menos ingresos fiscales a futuro para financiar gasto social. Nos enfrentamos, además, al cansancio y la impaciencia del público para enfrentar reformas tributarias adicionales que se han dado en promedio cada dos años en las últimas décadas. Y el desgaste político de sacarlas adelante cada vez es mayor. Pero se necesitan recursos frescos para bajar el déficit y cumplir la regla fiscal, independiente de la austeridad decretada, dicen los expertos. Puede ser, pero demos la discusión completa de la sostenibilidad del gasto público y no solo del ingreso fiscal.
Lo que sí es innegable es que este dilema será uno de los temas más difíciles en el próximo gobierno. Y no lo podrá postergar, así el año próximo no sea tan crítico, presupuestalmente hablando, por la suerte del precio del petróleo y la bonanza de los commodities. La oportunidad y la capacidad de hacer algo de fondo es en este segundo semestre con el capital político fresco y la gobernabilidad sólida. Después, el costo político es muy alto y los resultados insuficientes.
Mi visión es clara: la educación, en todos sus niveles -desde preescolar hasta posgrado-, debe dejar de ser un privilegio de pocos para convertirse en un camino vibrante para todos
La incertidumbre no se supera con más contenidos, sino con mejores experiencias de aprendizaje. Experiencias que conecten el conocimiento con la realidad, que integren tecnología, reflexión y acción