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El manejo que la Unión Europea le ha dado al rescate de un país periférico, que representa apenas el 2% de su economía, además de prolongar el padecimiento de Grecia, pone de presente que parece haberse olvidado la idea que marcó el comienzo de la unificación europea.
Este descuido se percibe en el regateo acerca de la distribución de los costos del rescate y en la desconfianza mutua que ha marcado las negociaciones entre las autoridades económicas griegas y los representantes de la comunidad financiera europea.
Lo que ha sucedido con respecto a Grecia es relevante para un grupo de países financieramente frágiles que incluye a España, Irlanda, Italia y Portugal. La lentitud para llegar a un acuerdo mutuamente aceptable amenaza con revivir viejas fisuras que se creían relegadas al olvido y volver a abrir heridas políticas que habían logrado cicatrizar.
Las tensiones entre este grupo y las naciones solventes del norte del Viejo Continente se traducen en el resurgimiento de estereotipos acerca de sociedades católicas, derrochadoras e indisciplinadas, y sociedades protestantes, laboriosas, pero avaras.
Lo cual implicaría retrotraer a Europa a los sectarismos que dieron lugar a las guerras religiosas que ensangrentaron al Viejo Continente en los siglos XVI y XVII.
La otra fractura se origina en el surgimiento de una Alemania próspera que ha asumido el liderazgo en el proceso de condicionar el apoyo financiero comunitario al cumplimiento de determinados requisitos por parte de los gobiernos insolventes.
Esto ha dado lugar a caricaturas en periódicos griegos de la canciller alemana Ángela Merkel con un brazalete nazi y a comparaciones entre las exigencias actuales de la República Federal y los crímenes del Tercer Reich.
Un clima de opinión semejante envenena las relaciones diplomáticas y debilita los llamados a la solidaridad europea. En este contexto, resulta relevante la frase de Winston Churchill, según la cual, los Balcanes producen más historia de la que son capaces de consumir. De la misma manera, un exceso de memoria histórica por parte de los países europeos necesitados de ayuda externa, y también por parte de sus benefactores, puede terminar siendo contraproducente.
Ésa es la lógica destructiva que se propuso superar un francés cosmopolita, Jean Monnet, padre de la unificación europea.
Su propuesta visionaria consistió en reforzar la reconciliación entre Francia y Alemania por medio de una interrelación económica tan estrecha que hiciera inconcebible la idea de otra guerra fratricida en Europa.
Esta idea fue acogida por los tres estadistas que sentaron las bases de la Comunidad Económica Europea: Konrad Adenauer, de Alemania, Alcide De Gasperi, de Italia y Robert Schuman, de Francia.
Los tres eran personajes atípicos. Sus respectivas trayectorias vitales los habían inmunizado contra los odios nacionalistas.
Acudían al uso de su idioma común, el alemán, para comunicarse entre sí.
Los dirigentes de la Unión Europea tendrán que mantener presente la visión de Jean Monnet durante esta crisis, si desean preservar los logros de uno de los proyectos más exitosos de cooperación internacional de los últimos cincuenta años.
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