Lo que el miedo no podrá vencer

“La esperanza es la única cosa más poderosa que el miedo”, escribió Suzanne Collins. Y aunque suene a ficción, pocas fuerzas son tan decisivas en la vida real. No es ingenuidad ni romanticismo: es una forma activa de estar en el mundo. Una actitud que se traduce en acción, persistencia y visión de futuro. El psicólogo Charles Snyder la definía como la unión de la voluntad con los caminos: el deseo de llegar y la convicción de que hay forma de hacerlo.

La esperanza no es aguardar lo bueno; es caminar hacia ello incluso cuando todo se oscurece. Es elegir una mirada, sostener una fe, decidir actuar. En el cerebro, enciende las zonas de la motivación y la toma de decisiones; en la vida, enciende lo mejor de nosotros: la capacidad de resistir, adaptarnos y reconstruir. Quien tiene esperanza no esquiva el dolor: lo enfrenta con coraje. Es la madre que apuesta por la educación de sus hijos pese a las carencias, el maestro que cree en el alumno olvidado, el médico que atiende sin recursos. La esperanza habita en los gestos silenciosos que sostienen el mundo.

Sin ella, todo se vacía. Cuando se deja de creer en un futuro mejor, la fuerza para actuar se desvanece. Sociedades sin esperanza caen en la apatía y el “da igual”, terreno fértil para cinismo, corrupción y violencia. Hoy, en medio de la fatiga emocional y el aislamiento, el individualismo nos vendió la idea de que solo importa lo propio, dejando vínculos débiles y proyectos comunes abandonados. Y la esperanza, aislada, pierde sentido: es un fuego que solo se mantiene vivo en comunidad.

La indiferencia es violencia muda. No mirar al que sufre, no alzar la voz ante la injusticia, es abrirle la puerta a la desesperanza. Como advirtió el Papa Francisco, “la indiferencia mata”, y lo hace lentamente, anestesiando conciencias, compromisos y sueños.

Pero la esperanza no muere: a veces duerme, pero siempre puede despertarse. No requiere gestos grandiosos; a menudo, lo más transformador es lo más simple: escuchar, agradecer, participar, tender la mano, defender una causa, actuar con coherencia, corregir una injusticia pequeña, perdonar, dar una segunda oportunidad, reconocer al otro.

No se trata de salvar el mundo en un día, sino de hacerlo más habitable cada día. No es tarea exclusiva de líderes o intelectuales; todos podemos encenderla, en casa, en el trabajo, en la calle o en las redes. La ciencia lo confirma: las emociones positivas, como la esperanza, son contagiosas y, compartidas, transforman sociedades enteras.

Viktor Frankl lo sabía: quien tiene un “para qué” siempre encuentra un “cómo”. Hoy, ese para qué puede ser el bien común, la dignidad y la construcción de una sociedad más humana. Sin esperanza, ningún proyecto de país sobrevive; sin actos concretos, se vacía en palabras huecas.

No basta con hablar de esperanza: hay que vivirla, cultivarla, enseñarla y protegerla de sus enemigos más peligrosos: el egoísmo, el olvido del otro, la resignación cómoda, la mirada hacia adentro.

En un mundo herido, portar esperanza no es ingenuidad: es valentía. Y como toda semilla, basta sembrarla en tierra fértil para que, con el tiempo, florezca. Aunque parezca que nada cambia, la esperanza trabaja en silencio, transforma a fondo y, cuando se cultiva entre muchos, puede cambiar el destino de una sociedad.