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Analistas 06/08/2025

La silla que quiero

Ricardo Barreto Jara
Director ejecutivo MBA Inalde Business School

Hay algo profundamente revelador en la escena de alguien que llega tarde a un evento y se incomoda al no encontrar “su” silla. No cualquier silla: la mejor, la que siente que le corresponde. Si no está disponible, se incomoda. Se siente ignorado. Reacciona con molestia, lanza miradas, comentarios pasivo-agresivos, y hasta se hace notar de forma dramática.

¿De dónde viene ese impulso? ¿Por qué ese pequeño incidente puede alterar nuestra disposición, nuestra emoción y hasta nuestra identidad?

En el mundo profesional, muchas personas confunden el cargo que ocupan con lo que son. Durante años han sido el jefe, el socio, el referente, el que habla primero, el que recibe deferencias. Y sin darse cuenta, construyen una identidad basada en ese lugar. Lo que antes era un rol termina por devorarlos. Ya no dicen “soy médico y lidero este equipo”, sino “yo soy el que manda aquí”.

El problema surge cuando ese entorno ya no responde igual. Cuando se cambia de empresa, se pierde influencia, se entra en un espacio nuevo donde nadie les debe nada. En lugar de adaptarse, algunos sienten que han perdido su valor. Esa incomodidad puede llevarlos a actuar con arrogancia o dramatismo, como si quisieran recuperar visibilidad a cualquier costo.

El niño que siempre tuvo trato preferente y nunca escuchó un “no”, puede convertirse en un adulto que exige reconocimiento, espacio, atención. Cree que se lo merece por existir, no por aportar. Y cuando ese trato no llega, lo interpreta como un ataque.

Un estudio liderado por Sean Martin (Universidad de Virginia) junto con investigadores de Toronto, Stanford y Emory, encontró que las personas nacidas y criadas en contextos privilegiados reportan aproximadamente 33% más sentimientos de derecho (entitlement) que quienes han ascendido o descendido en la escala social. Quienes nunca han salido del privilegio tienden a verse como más merecedores que los demás.

Esta mentalidad genera distancia. En lugar de inspirar, impone. En lugar de liderar, exige. Y sin quererlo, se aísla. Porque nadie quiere estar cerca de quien no sabe ser uno más, de quien no tolera compartir el protagonismo.
La verdadera madurez profesional no se mide por cuántos cargos hemos tenido, sino por la paz que sentimos cuando ya no los tenemos. Saber estar sin títulos, sin trono, sin silla reservada, es una señal de fortaleza interior. Significa que entendemos que el valor no está en el lugar que ocupamos, sino en cómo nos relacionamos con los demás.

No se trata de renunciar a la ambición, sino de soltar la necesidad de validación. Es llegar a un lugar y, si no hay silla libre, buscar una sin hacer drama, sabiendo que lo importante no es dónde me siento, sino cómo me siento conmigo mismo.

A todos nos ha pasado: llegar a un sitio y esperar cierto trato. Pero el reto está en observarnos cuando ese trato no llega ¿Qué hacemos cuando no nos dan la silla que queremos? La forma como respondemos dice mucho de nosotros.

Y en esa pequeña escena cotidiana, se juega una gran pregunta de liderazgo, de madurez y de humanidad. No se trata de negar lo que hemos logrado, sino de recordar que ningún logro justifica olvidar que todos merecen ser vistos, escuchados y respetados. A veces, la mejor silla es la que nos permite mirar al otro a los ojos y decir, sin palabras: aquí estoy, contigo, como uno más.

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